Tinta fresca
Rodrigo Soto G
Vamos soplados en carro —maneja ella— por la carretera de circunvalación de San José, cuando me señala la enorme valla roja y verde: Todo cambia, en grandes letras blancas, con una desafiante estrella en el centro. ¿Cuál partido político es ese, que a pesar del aguachacha del deshielo estampa una estrella, con sus inevitables resonancias soviéticas, en el centro de su cielo bicolor? Ciertamente no se trata de una bandera roja, tampoco roja y negra, sino, muy a tono con los tiempos, verde y roja, en una especie de guiño o coqueteo con los ambientalistas, los ecologistas y demás fauna posmoderna que pulula en las aceras políticas del fin de milenio.
Más allá de las evocaciones soviéticas o maoístas de la estrella —para mi gusto francamente desagradables—, nos sorprende el mensaje y la invitación al cambio. Mercedes Sosa entonó esos mismos versos, con la voz desgarrada y tensa de quien en el cambio pierde y gana algo, mitad lamento y mitad canto.
No podemos asociar los colores del anuncio con los de alguno de los partidos minoritarios que conocemos, y nos cuesta imaginar cuál de ellos tendrá los recursos para levantar semejante valla en una de las principales rutas de San José. Esto se nos hace aún más evidente cuan do descubrimos no una, sino varias vallas más, diseminadas por toda la ciudad.
Todo cambia: es un mensaje político directo, que la gente de todas las condiciones sociales y niveles educativos podrá comprender. Parece la estrategia de campaña ideada por alguno de esos asesores norteamericanos que Liberación y la Unidad suelen contratar, y no la ocurrencia del anónimo ideó logo de uno de los partidos chirriscos que aparecieron como hongos en la última elección del siglo XX. Pero los colores son rojo y verde, no verde y blanco ni rojo y azul. Es —eso sí—, un error lamentable que el partido no se mencione en la valla, pero esa omisión de principiantes refuerza nuestra convicción de que se trata de un partido nuevo.
Todo cambia es un eslogan perfecto, sintético, una clara invitación a abandonar el tedio del bipartidismo. Ya sé que muchos sabiondos consideran el bipartidismo un signo de madurez democrática, pero supongo que se refieren a alguna forma de bipartidismo en la que los partidos son algo más que clubes donde se negocian puestos y cuotas de poder; en la que los programas de gobierno significan algo más que un listado de buenas intenciones, y cumplirlos o incumplirlos pone en juego la credibilidad y la sobrevivencia de partidos y gobiernos; en la que el clientelismo y la manipulación han sido desterrados; en la que la fiscalización ciudadana sobre la actuación de los gobernantes es permanente; en la que la participación política va más allá de elegir dócilmente cada tantos años a funcionarios ávidos de enriquecerse con sus cargos... En fin, imagino que los que hablan del bipartidismo como indicador de la madurez democrática se refieren a esto, es decir, a algo que hasta donde me dan la vista y el olfato, no existe fuera de sus cabezotas...
Por supuesto es demasiado cómodo echarle la culpa de todo a los partidos, pues se supone que estos son la expresión organiza da de la conciencia política de una sociedad. En otras palabras: cada pueblo tiene los partidos políticos que se merece, y mucho me temo que los de este país nos retratan de cuerpo entero. ¡Lástima que no podamos ir a quejarnos al gobierno!
Todo cambia, claro, y uno quisiera cambiar tantas cosas y que tantas cosas cambien. Recordé la sencillez y belleza de los Consejos para Cristo al comenzar el año, de Jorge De bravo: “Podrías darles lecciones a los curas, / recordarles lo que es el Cristianismo. / cambiarles el cerebro a algunos tipos:/ A los políticos/ y a algunos dictadores/ pre sumidos. / Podrías darles consejos a los padres/ y a los hijos. / También podrías traer algunos panes/ para los mendigos...”
En estas y otras cosas parecidas me hizo pensar el eslogan del misterioso partido que se anunciaba en la valla de la carretera de circunvalación. Ya imaginarán los esforzados lectores el tamaño de mi decepción cuando, pocas semanas después, descubrí que las vallas habían sido reemplazadas por otras parecidas, pero ahora ilustradas con vacas deformes, cerdos voladores y otros bichos delirantes. En cuanto a la consigna política, fue reducida a un quinto de su tamaño original, y colocada bajo la marca de cerveza que promociona el anuncio.
¡Qué contrariedad! Yo había decidido que el día de las elecciones votaría por ese partido, fuese cual fuese, en todas las papeletas y papelones que me obsequia el Tribunal. Desde entonces ando confundido y no sé muy bien qué hacer... Pero una cosa tengo clara, y es que en lo que se refiere a las cervezas, estoy bastante satisfecho, y no tengo la mínima intención de cambiar. ■
Citar como:
Rodrigo Soto. «Vote por Heineken» Revista dominical, La Nación. 18 de enero de 1998. Página 23