Rodrigo Soto
Desde España
Los trenes que transitan mi infancia suelen tener entre 14 y 17 vagones, la mayor parte de ellos para el transporte de carga. Era un rito contar el número de piezas de cada convoy, pues en esa suerte de alucinación perpetua que es la infancia, teníamos la certeza de ganar algo cuando el tren era mayor ... así fuera únicamente la emoción poderosa de estar asistiendo a algo ecepcional. ¿Cómo olvidar la mañana gloriosa en que un tren de interminables 40 vagones se inmortalizó en mi asombro?
Quizás ningún objeto haya simbolizado tan claramente el espíritu de una época, como lo ha hecho el tren de la modernidad. Como la modernidad, el tren avanza, vigorosa y firmemente hacia el horizonte: ese futuro indefinido pero susceptibie de ser conquistado, borroso pero cierto, que habitó durante varios siglos la imaginación del mundo occidental.
El tren del progreso comprendía, además del tren mismo, a la electricidad; contar con ambas cosas se planteaba en muchos casos como una cuestión de honor nacional, pues un país que no tuviese un tren y algunas calles iluminadas con-electricidad, apenas si podía ser considerado como tal. En Asia y en Europa, en África y América, el trazado y el tendido de las vías de ferrocarril contribuyó, a veces decisivamente, a configurar y dar cohesión a decenas de incipientes estados nacionales.
Pero si el tren es por excelencia el emblema de la modernidad, el cine es, requizás en la misma medida, su arte, por lo que apenas debe sorprendernos que la historia de ambos esté profundamente entrelazada ... Cuando menos eso es lo que pienso al caer en cuenta de que -fue precisamerite, la proyección de un tren en marcha lo que oficializó el nacimiento del cacharro de los Lumiére.
Algunos años después, con primaveral inocencia, Buster Keaton filmó la epopeya del maquinista enamorado de su locomotora, capaz de arriesgar la vida para recatarla de manos del enemigo. ¿Y quién no recuerda la angustia terrible al ver la estela de humo rasgar el horizonte, mientras la doncella yace maniatada sobre los durmientes y ei despistado héroe la busca en sitios todavía lejanos? ¿O la secuencia clásica en que el éxito de la cantante se representa mediante la triple exposición de una locomotora en marcha, un calendario cuyas hojas pasan rápidamente, e imágenes de la heroína cantando en diferentes teatros, mientras en la base de la pantalla un cartel nos de qué ciudad se trata? El tren escenario del crimen y de la investigación, el tren como escenario de la seducción, el techo del tren, en fin, como escenario del último combate entre el héroe y su malvado opositor...
El arco de este amor, de este hechizo mutuo entre el cine y el tren, se tiende desde el inolvidable «Maquinista de la General», hasta la siniestra y obsesiva «El Tren de la Muerte», de Andrei Konchalovsky, en donde dos hombres y una mujer comparten el viaje de una locomotora que ya no tiene destino, futuro ni control, cuyo puerto final no puede ser otro que la muerte.
Pero ¿no es esta una imagen emblemática del fin de la modernidad? En su largo viaje encaramado en el tren del progreso, el occidente industrial se dejó arrullar durante tres o cuatro-siglos por el sonido del golpeteo contra los durmientes. En su ensueño, la estación final de ese viaje se le aparecía como un edificio multifamiliar en donde nadie carecía de refrigerador y lavadora, si se trataba de los soviet, o de un hogar completamente automatizado, en donde ni siquiera tenías que jabonarte porque ahí estaba un brazo mecánico esperando tus indicaciones, si se trataba del american way-of life.
El lento despertar de este sueño dura ya más de 40 años y se inició con la segunda guerra mundial, pasa por los lanzamientos nucleares y termina con la constatación de que muy pronto quizás vivamos en un mundo sin jaguares, lobos, águilas, elefantes, manatíes, rinocerontes, quetzales, tigres de bengala, osos panda y ballenas ...
Todo esto, para no mencionar aquí que fue sólo una cuarta parte de la huma nidad la que soñó este sueño, a costa de los trenes restantes, cuyo único desafío y anhelo sigue siendo el simple y llano de sobrevivir.
Es entonces cuando reparo en que, junto al tren maravilloso de los 40 vagones que atraviesa mi niñez, está el recuerdo de un vagabundo que se tendió a dormir en los durmientes -el primero en la lista de mis muertos-, y ta bofetada de angustia al entrar en uno de aquellos túneles interminables de los que no sabías cuándo ibas a salir, ni cómo. □
Citar como:
Rodrigo Soto. «Trenes» Semanario Universidad. 1990 o anterior.