Tinta fresca
Rodrigo Soto G
Mi vida como escarabajo ha sido larga y azarosa. Comenzó hace muchos años, ni siquiera puedo decir con exactitud cuántos. A diferencia de Gregorio Samsa, el desafortunado protagonista de La Metamorfosis de Kafka, a mí no me sucedió el despertar un mañana convertido en insecto. Todo fue más delicado y sutil. Tanto, que pasó tiempo antes de que me diera cuenta de que algo extraño sucedía. Empezó con una sensación de pesadez y cansancio, como si un caparazón creciese sobre mi espalda. ¿Crecía sobre mi espalda? Más bien a todo mi alrededor, sobre mi pecho y mis brazos y mis ojos y mis manos, como una enredadera o una resistente cubierta de caucho.
Reconozco que, al principio, aquello me gustó. En realidad, me pareció conveniente y útil, pues por primera vez, las heridas, los insultos y las ofensas no me hacían daño. Tampoco me lastimaban las guerras lejanas y cercanas que se libraban por todas partes, y si triunfaban la crueldad, la avaricia y la ambición de poder, lo hacían en un mundo lejano, indiferente y hostil. Porque el mundo mío, mi pequeño mundo de escarabajo, estaba cada vez más delimitado y protegido por el caparazón que ahora lo veía con claridad, crecía lento, jugoso y espeso, a todo mi alrededor.
Cabezones, los escarabajos podemos darnos de golpes, una y mil veces, contra la pared o el vidrio. Porque siempre es el mundo el que está equivocado. Nosotros estamos aquí para demostrarlo, si es preciso pagando con nuestra vida. Y ahí van quedando, van cayendo los amigos, reventados contra las paredes y los vidrios, testarudos y rabiosos hasta el final... Rabiosos, sí, porque esa forma de embestir revela una furia secreta.
¿De dónde vienen esa furia, esa sed y esa búsqueda de luz y encuentro? De lo más hondo del dolor de adentro. Porque los escarabajos nos gestamos en la oscuridad de la tierra, a menudo entre el estiércol. Apartados, solitarios, replegados en medio de la inmensidad impenetrable de la tierra, vamos creciendo, vamos tejiendo, cavando nuestro destino y corazón.
Somos muchos, cada uno solo como al principio, es decir, solo como cuando se parió. Porque los escarabajos -escúcheseme bien-, nos parimos a nosotros mismos. Cualquier niño es un escarabajo en potencia, basta un poco de amargura y desamor, sazonado con desazón y escepticismo, para que aparezcan los primeros signos...
Claro que no todos coronan la hazaña de convertirse en uno de estos bichos. Se requiere de perseverancia, desapego y sal en las heridas, para que el caparazón se fortalezca y consolide. Ciegos como hormigas, alimentamos los dolores con los años, rumiamos los rencores y abrimos las heridas, para que de esa masa densa, endurecida, emerja el caparazón.
El mayor placer, el gozo único de un escarabajo está en su vuelo solitario por la noche abierta y espumosa de estrellas. Bebemos vino a reventar; entre grandes carcajadas y humo espeso, abrazamos a los desconocidos. Por unos instantes nos sentimos hermanados con el mundo, aunque a la mañana siguiente nos sintamos más solos que un árbol partido, y maldigamos amargados nuestros espejismos. Por aquello del caparazón, hay quienes nos emparentan o confunden, pero a diferencia de otros bichos, nosotros no embestimos cuando estamos asustados. Más bien cavamos y nos refugiamos más hondo, más lejos. Así vivimos.
Un escarabajo que se precie sabe que no puede sentir dolor, ni apenas amargura. Está curado contra el llanto y la esperanza, pues nada espera y a nadie necesita. Mientras tanto, sólo el caparazón sigue engordando como una estalactita, hasta que llega el momento en que su peso excesivo le impide volar. Entonces sólo queda la concha y su aspereza, su redondo rumiar la espera de un futuro que no cambiará. Sólo la muerte queda. La muerte seca y fea.
Los que no fueron aplastados por su peso y todavía respiran, deben proponerse entonces una nueva mutación. Lo primero es desembarazarse del caparazón, pero ello no es fácil, porque uno lo ha hecho parte central de sí mismo. Cuesta trabajo y hay que sudar, revivir los dolores que rehuimos, las heridas que protegimos y el dolor que no quisimos ver. Hay que hundirse en la sal para disolver poco a poco la coraza y permitir que emerja el corazón. Hay que llorar, maldecir y sentir miedo otra vez como un niño...
Aun así, el éxito nunca está garantizado. Con facilidad, el caparazón vuelve a crecer y uno se refugia en su caverna de años. Casi a su pesar, alimenta nuevas murallas y altos precipicios, donde sentirse a salvo de todos, menos de sí mismo.
Era Nietzsche quien hablaba de las metamorfosis del espíritu: camello, león y niño. Y Herman Hesse afirmaba que hay que romper un mundo para hacer. Ninguno habló de escarabajos o abejones; supongo que no era mayo, o que donde ellos vivían no había nada parecido.
Por mi parte, desde esta América nuestra, verde como el colibrí o el quetzal, también yo confieso que he vivido: amurallado como escarabajo o abejón de mayo. Y digo que es verdad, que siempre duele nacer. Y que hay que morir muchas veces para ser un niño. ■
Citar como:
Rodrigo Soto. «Mi vida como escarabajo» Revista dominical, La Nación. 20 de septiembre de 1998. Página 39