Tinta fresca
Rodrigo Soto G
“Entonces voy a tener treinta y ocho años", decía, cuando llegaba mi turno, en las conversaciones que teníamos en el barrio sobre el tema. Me parecía una edad misteriosa y, en algún sentido, adecuada. Me figuraba que viviría entonces los mejores años de mi vida; que estaría en la plenitud de mis facultades -cualesquiera que estas fuesen-, pues "ni siquiera" habría cumplido los cuarenta. No podía imaginar el futuro, pero suponía que me tenía reservadas grandes cosas, o al menos cosas interesantes, por las que valía la pena vivir. En cierta forma, cuando niño vivía para develar el misterio de mi propia vida, con la pasión, la urgencia y la curiosidad de averiguar qué me reservaba el tiempo.
Fui un niño de la era espacial, de la Guerra Fría, del rock y del televisor. Cuando pensaba en el lejano año dos mil, fantaseaba con viajes interplanetarios y aventuras cósmicas, o con terribles guerras que lo destruían todo. Aunque la palabra ya existía, las computadoras eran artefactos de ciencia ficción, páneles de lucecitas rojas que dibujábamos en pliegos de papel, cuando construíamos una nave para ir a Marte.
Como cualquier niño, conocí la tristeza y la crueldad, la plenitud y el gozo. Pero, aunque registrara sus efectos, desconocía todo sobre el mundo.
Ahora que (digamos) soy adulto y que el dos mil está aquí, he aprendido que el mundo es un lugar a medio camino entre el cielo y el infierno, y que, así como los seres humanos producimos y padecemos el sufrimiento, podemos crear y entrever la plenitud. Ya no es el niño quien imagina al hombre, sino al revés. Y todo a media luz, como en mitad de un sueño terriblemente real.
Pero hay algo en lo que entonces no pensaba, que hoy sí puedo ver, y son los niños del dos mil. (Acaban de nacer o todavía no existen, y ya cargan con la fatalidad de un nombre sobre su espalda: después de la "generación X", ha de venir la generación Y2K... ¿Cuánto apostamos?). Cuando estos niños y niñas piensen en su futuro, como hacíamos nosotros en aquel entonces, imaginarán una época en la que muchos de nosotros ya no estaremos.
Tengo la impresión de que ser niño hoy no es tan fácil como solía. Las profundas transformaciones ocurridas en la familia y en la sociedad, han colocado a los niños en una posición en la que a menudo tienen la obligación de decidir, no sólo por sí mismos, sino también por los demás.
En aras de lograr una organización familiar más armoniosa y justa, o simplemente más adecuada a los tiempos, a menudo se ha confundido el cuestionamiento de las figuras tradicionales de autoridad con el cuestionamiento o incluso con el rechazo de la autoridad misma. Muchos adultos rechazan la autoridad como una brasa candente. Entonces, el aprendizaje que los niños deben realizar para llegar a decidir por sí mismos, se precipita y malogra.
Todo esto ha traído al menos dos consecuencias para la sociedad. Por una parte, tenemos a niños cada vez menos niños; niños con la gravedad y el peso (a veces, incluso el cansancio) de hombres y mujeres adultos.
Por otra parte, esto ha producido una "puerilización" -es decir, una infantilización cada vez mayor de la cultura y de la sociedad. Al debilitarse las fronteras que separaban "el mundo adulto" del "mundo infantil", tiende a crearse un sólo espacio intermedio en el que ambos se confunden. Así tenemos adultos que se rehúsan a aceptar las responsabilidades propias de la adultez (el síndrome de Peter Pan), y niños que deben asumir responsabilidades y papeles propios de la edad adulta.
¿Será por eso que las guerras se parecen cada vez más a juegos de Nintendo, aunque los muertos sean de verdad? En mi época jugábamos de vaqueros con pistolas de plástico, pero vayan a ver las escuelas de los Estados Unidos...
Así, la experiencia parece demostrarnos que, para un niño, sólo hay una cosa tan mala como el abuso de una autoridad irracional y arbitraria, y es la ausencia total de autoridad. Como me decía el otro día una señora, indígena maya: "Si no somos nosotros quienes les decimos lo que es bueno y lo que es malo, ¿quién lo va a hacer? ¿La televisión?" ■
Citar como:
Rodrigo Soto. «Los niños del dos mil» Revista dominical, La Nación. 24 de enero de 1999. Página 31