Rodrigo Soto | paralelo10@correo.co.cr
Opuestos
En sus obras, Joaquín Gutiérrez definió mejor a los ‘burgueses’ que a los pobres
En una escena reveladora de su novela Puerto Limón (1950), Joaquín Gutiérrez hace exclamar al joven Silvano, protagonista de la novela, que preferiría ser cargador, marinero o terrorista, “pero lo que nunca sería es un buen burgués”. A esto, su tía Elvira –para los efectos, su madre adoptiva– reacciona:
–Pues entonces tendrás que ser un mal burgués –contesta al fin sin mordacidad–. Eso es todo.
Desde luego, no es lo mismo un mal burgués que un burgués malo. Antes bien, podría decirse que, en la obra de Gutiérrez, vienen a ser contrarios. Ser un mal burgués es la única forma de ser un burgués decente.
Su obra –o al menos las que se consideran sus dos novelas emblemáticas: Puerto Limón y Murámonos, Federico (1973)– habla precisamente de eso: de malos burgueses; de burgueses desfasados y en conflicto con su clase, y, por tanto, investidos de cierto sino trágico.
Tal es el caso del joven Silvano, obligado por las circunstancias familiares a trabajar en la finca bananera de su tío, en medio de la gran huelga bananera de 1934. Tal es también el caso de Federico García, el protagonista de Murámonos, Federico , empresario bananero él mismo, sometido al acoso de la United Fruit Company, que desea comprarle su finca.
Parece inevitable mencionar aquí la cercanía y a la vez los contrastes existentes entre Murámonos, Federico y el Sitio de las Abras (1950), de Fabián Dobles. Esta última novela también trata de un cerco y un acoso, aunque no el de un abogado josefino metido a finquero en la Zona Atlántica, sino de campesinos descalzos en alguna región agreste en los confines del Valle Central.
Si es cierto que los personajes principales de Gutiérrez están delineados con maestría, no lo es menos que, del otro lado, los personajes populares resultan más bien lejanos y desdibujados.
Esquemáticos.
En el caso de Puerto Limón, ello se justificaría por el hecho de que ese mundo es mirado, ante todo, a través de los ojos de Silvano, meseteño que cae en Limón como mosca en vaso de leche.
No obstante, en las escenas –por demás numerosas– en las que el punto de vista narrativo no es el de Silvano, sino el de un narrador omnisciente, el dibujo de los personajes populares, aún de los líderes de la huelga, es notablemente más pobre y esquemático que el de los protagonistas.
Es que, tal vez, la experiencia del joven Silvano no sea tan distinta de la del autor: “Desde niño le habían creado un mecanismo interior que lo hacía reaccionar con desconfianza instintiva frente a ellos [los obreros, los trabajadores]. Paralelamente, una gran curiosidad por conocerlos más de cerca, por saber más de sus vidas. Eran dos mundos separados por una valla”.
Esa misma valla también se percibe en Murámonos, Federico . En esta novela, la deliciosa riqueza de los protagonistas, Federico y su mujer, Estebanita, contrasta con la opacidad y distancia de los demás personajes –con la excepción de Colacho, farmacéutico, amigo íntimo de Federico–.
Aun la Guanacasteca –la mujer que precipita a Federico a la infidelidad y a su esposa en el lecho con la intención de “echarse a morir”–, es apenas una sombra dibujada con gruesos trazos: unos labios, unos dientes, unos pechos...
Esos “malos burgueses” que dominan la obra de Gutiérrez son personajes vívidos y convincentes: patanes, audaces, inteligentes, orgullosos y autosuficientes, en el caso de los varones adultos...
En cuanto a las mujeres –la tía Elvira de Puerto Limón y la Estebanita de Murámonos, Federico –, se nos ofrecen dos versiones distintas: mientras la tía Elvira –de una extracción social más humilde que la de su esposo– es una rebelde en pugna velada por el poder familiar, Estebanita aparece delineada con tragicómica ternura y crueldad como la fragilidad misma.
Diferencias
El caso de Silvano es diferente pues Puerto Limón es, en definitiva, una “novela de formación”, una de aquellas que nos relatan el paso de un joven a la madurez.
Tras fracasar estrepitosamente como “aprendiz de finquero”, el muchacho se embarcará de manera subrepticia en un carguero para ir a correr mundo. Es inevitable tentación tender un hilo entre este Silvano que se marcha de Puerto Limón al cumplir la mayoría de edad y el protagonista de La hoja de aire (1968), otra de las obras narrativas de Gutiérrez, como si el personaje principal de esta última fuera una versión del mismo Silvano que retorna a Costa Rica muchos, muchos años después...
Un apunte final: resulta sorprendente que la crítica literaria del país agrupe siempre a Gutiérrez con Dobles, e incluso con Carlos Luis Fallas, Adolfo Herrera García o Carlos Salazar Herrera, bajo el mote genérico de “realismo social”. En realidad, Dobles y Gutiérrez nos muestran caras muy diferentes de la sociedad costarricense.
En el caso de Fallas, diríase incluso que se trata de las caras opuestas de la moneda pues, mientras Mamita Yunai y la obra toda de Fallas se distingue por la maravillosa humanidad de sus personajes populares, la de Joaquín Gutiérrez nos ofrece una versión convincente de “los malos burgueses” costarricenses de la primera mitad del siglo XX.
La afinidad político-ideológica de estos autores no dice nada ni es relevante para argumentar su afinidad estético-literaria. Muy comunistas habrán sido todos, pero muy diferente fue el mundo y los personajes que nos legaron.
Citar como:
Rodrigo Soto. «Los malos burgueses» Áncora, Lanación. 22 de junio de 2008.