Artículos de prensa

Los amigos

Tinta fresca
Rodrigo Soto G

Sospecho que soy un pésimo amigo. Mi examiga Gloria lo aseguraría sin pestañear; mí también examigo Jorge lo certificaría o, de ser necesario, testificaría ante un tribunal. Y, con ellos, algunos más.

No estoy seguro de entender bien las leyes de la amistad pues, en definitiva, ¿qué esperamos de los amigos? Gramos de más o de menos, lo esperamos todo... La aprobación total y completa de nuestras limitaciones, virtudes y defectos; su disposición para aplacar nuestras ansiedades y desvelos, para escuchar nuestros desvaríos y necedades. Esperamos de un amigo que nos lleve a casa cuando estamos borrachos o, si por casualidad tiene carro, aun si estamos sobrios. Esperamos que nos escuche y aconseje, que nos contenga y refleje, y además, que se ría de nuestros malos chistes... Me cuesta creer que exista un compromiso tan completo y desinteresado.

Cuando estoy con mis amigos, a menudo advierto diferencias, entreveo chispas, distancias latentes, turbulencias en gestación... Me irrita la melosa incoherencia de uno de ellos cuando se emborracha; si aquella otra se pone agresiva, me saca de quicio, y cada vez que aquel pretende mostrarse preocupado por mi preocupante situación, me resulta sin remedio ridículo... De modo que si la amistad exige la aceptación gozosa e incondicional de otra persona, yo soy, con toda seguridad, un pésimo amigo...

No obstante, cuando estas cosas suceden, casi siempre consigo sobreponerme a la irritación repentina o al sorpresivo malestar. Es más, decido hacerlo. "Quizás el ridículo soy yo", me digo (o no me digo, pero lo pienso; o no lo pienso, pero de una forma elusiva, veloz, llego a sentirlo), "juzgando de esta forma a mis amigos". Surge entonces una aceptación que no niega ni oculta las diferencias, pero sí las relativiza o las supera. Y así se cierra de nuevo el círculo de la amistad.

¿Cómo se produce esto? Lo ignoro. Supongo que porque se trata de mis amigos. No existe otra razón. Una amistad se reafirma a cada paso: le doy crédito a nuestra historia hasta la siguiente ocasión en que haga crisis... Nada es definitivo en la amistad, salvo la certeza de haber superado innumerables veces las limitaciones de nuestra torpeza, de nuestra más que probable estupidez... Con el paso de los años, una amistad ha sido sometida a tantas pruebas, que parece indestructible.

No sé si a todo el mundo le pasa lo mismo, pero yo he escogido a mis amigos sin entender de entrada los motivos. Una mirada, un gesto, una palabra, cierta actitud durante un encuentro fortuito, lograron a menudo lo que no han conseguido diez horas de conversación. O pueden destruirlo.

Los amigos llegan a nosotros como aparecidos, criaturas de nuestra profunda intimidad que toman forma, se concretan o hacen reales ante nuestros ojos. A diferencia de la multitud con que me cruzo a diario, el primer encuentro con los que hoy son mis amigos, siempre estuvo cargado de electricidad y magnetismo. A menudo sentí que accedía al misterio de los que hoy son mis amigos, de una manera súbita, repentina. A uno de mis mejores y más viejos amigos, lo conocí por intermedio de otra persona; desde el primer momento sentí que me era familiar. Además, supe casi de inmediato que, probablemente, ni él ni yo terminaríamos de comprender nunca los motivos de nuestra amistad. Pero no soy tan tonto para andarle buscando peros al regalo espléndido de una amistad.

Me parece que la admiración juega en todo esto un papel fundamental. Lo que se nos revela de los amigos con tanta claridad, ¿no es acaso aquello de lo que carecemos? Tengo un gran amigo de quien admiro su transparencia y generosidad. Es la clase de persona que se siente bien haciendo bien a los demás. Admiro la claridad de sus sentimientos, su nostalgia y su alegría brotan del mismo manantial. Es quizás la única persona que conozco a quien nunca he sorprendido mintiéndose a sí mismo...

De una de mis amigas, en cambio, admiro su instinto terrenal, su lealtad a lo concreto, tangible e inmediato. Con sus pies tan admirablemente plantados en la tierra, es, sin embargo, capaz de volar. Y lo hace a menudo, en solitario y en silencio, aunque después traiga sus manos cargadas de mariposas.

De otra amiga he admirado siempre su alegre desenfado, valor y su coraje. Ella ama tan profundamente el arte, tiene un sentido artístico tan desarrollado, que hace de su sufrimiento un espectáculo de luces, chispas y fuegos de bengala.

Tengo otro amigo del que admiro su infinita voluntad de vivir, su fuerza de tractor al descampado. Ahí va, digiriendo sus dolores, transformándolos en hermosos poemas, en historias y personajes alucinados...

Y así con cada uno de los que forman ese pequeño grupo de personas que mi corazón reconoce ahora como pedazos de mí mismo: tanto valor, tanta generosidad, tanta inteligencia y talento, tantas ganas de luchar y vivir, de crear, de sobreponerse al dolor, a las dificultades y al sufrimiento...

Hoy que no festejamos nada, que solo es un domingo como los demás con algo de maravilloso y mucho de trivial, permítanme reventar tres bombetas gigantes, en mitad de la mañana, para celebrar agradecido el don de la amistad. ■

Citar como:
Rodrigo Soto. «Los amigos» Revista dominical, La Nación. 9 de agosto de 1998. Página 23