Artículos de prensa

La tierra prometida

Tinta fresca
Rodrigo Soto G

Dice el refrán popular que Dios aprieta, pero no asfixia, y la prueba es que con una mano nos expulsó del Paraíso, y con la otra nos prometió la Tierra. Esto, desde luego, según la teología judeocristiana, porque de otras no conozco nada, aunque sé de alguna diosa hindú que tiene ocho brazos, y nada más imagínense el enredo, con una mano expulsa, con otra invita, con una más dice por aquí y con aquella otra dice por allá, no sabe uno a dónde ir ni a qué atenerse, ¡una barbaridad!

Para dicha nuestra el asunto con Yavé es más sencillo: muchachos, lo siento mucho, se me van de aquí castigados y ni me discutan porque no hay nada que hacer, (y señaló con una mano las puertas entreabiertas del Paraíso Terrenal), pero para que vean que no soy mala gente y que soy un padre bueno y de verdad los quiero, allá, en algún punto (y extendiendo su otro brazo, señaló el horizonte) aguarda por ustedes la Tierra Prometida.

Tal fue la Promesa. Y tal la realidad.

Así vinimos a dar aquí, porque la Tierra Prometida es esta: la que fecundamos cada día con nuestro sudor y elevarnos con nuestros pensamientos, como un papelote estremecido por el viento solar. La Tierra Prometida ésta y no tenemos ni tendremos nunca otra.

A veces, cuando voy de caminata por las ásperas montañas de Heredia, o más lejos, por la bajura guanacasteca o las tupidas tierras del norte, me llena el sentimiento de admiración y gratitud por los campesinos de este país esos hombres y mujeres que durante siglos han amansado y cultivado la tierra para hacerla producir y alimentarnos. La lucha diaria en el campo, el trabajo perseverante y sostenido de generaciones y generaciones de campesinos es nuestro sustrato más profundo como pueblo y como nación. Por eso decimos que a cualquiera de nosotros que se le rasque un poquito la piel, le sale tierra. Es verdad; las generaciones urbanas en Costa Rica se cuentan con los dedos de una mano, y todavía nos sobran.

Fueron campesinos los que hicieron este país, es decir, los que pusieron la tierra a producir e hicieron posible que así nos multiplicáramos y creciéramos. Fueron campesinos los que nos enseñaron a mirar y a sentir la alegría y la tristeza de la lluvia, los que inventaron cuentos de espantos y de camino, los que nos cantaron acompañados con guitarras y los que nos enseñaron a rezar. Fue en las fiestas campesinas donde se difundió y popularizó el futbol y fueron manos campesinas las que cocinaron y nos enseñaron a comer la yuca, la tortilla, el frijol.

Somos campesinos. La fuerza de la cultura campesina entre nosotros, no tiene equivalente ni comparación. Esa cultura campesina que reúne (no siempre armoniosa, a menudo dialéctica y conflictivamente) lo indígena, lo europeo y lo caribeño, es nuestra única raíz profunda y verdadera. Olvidarla, dejarla de lado, sepultarla o despreciarla, es nuestro suicidio seguro como nación y como pueblo.

No nos dejemos engañar. Es verdad que todo cambia y por supuesto, la sociedad y la cultura deben transformarse permanentemente para sobrevivir, pero esa adaptación, ese cambio, debe realizarse a partir de lo que somos y hemos sido, y no como si fuéramos una página en blanco, o peor aún, como si lo que somos no tuviera valor o no hubiera servido.

Somos campesinos. Y pobre de aquél que lo niegue o se avergüence, porque ese perdió sus raíces, y por lo tanto, está y andará perdido.

La historia del desprecio y la humillación de los campesinos en este país es tan larga y dolorosa que sólo nombrarla me avergüenza. ¿Es así como se retribuye y corresponde a quienes nos han dado los alimentos, las palabras y la historia?

Los campesinos no están sólo en el pasado ni pertenecen a una etapa superada de nuestra historia, como para desgracia nuestra piensan muchos. No, Los campesinos también son el presente, y una cosa es cierta, y es que si algún futuro tenemos como nación, será también con ellos y por ellos. Porque no bastan, los malls, ni las maquilas de alta tecnología, ni los grandes desarrollos turísticos y las comunicaciones instantáneas para que un país sea viable y se sostenga. También es necesaria la comedera. Yo estaría contento si además conservamos de los campesinos tres o cuatro cosas que parecen haberse perdido, y una de ellas mejor no la escribo. Otra es la decencia.

Pero no. Me temo que nada va a cambiar porque alguien lo venga a escribir aquí. La historia de humillación, desprecio y olvido, seguirá su curso. Los hombres y mujeres del campo seguirán sobreviviendo a duras penas, y sus hijos y sus nietos seguirán marchando a la ciudad, se avergonzarán, como siempre ha sucedido, de su raíz y su origen campesino.

Y así seguiremos, de espaldas a la Tierra Prometida, persiguiendo los espejismos de la riqueza y el llamado "desarrollo", que siempre y desde siempre han alcanzado sólo para algunos. ■

Citar como:
Rodrigo Soto. «La tierra prometida» Revista dominical, La Nación. 25 de abril de 1999. Página 23