Artículos de prensa

La máquina del tiempo

Tinta fresca
Rodrigo Soto G

Desde hace unos 10 años me invade en sueños, cada tanto, un sentimiento de tristeza abrumador. Es la tristeza misma que toma forma en mi pecho y hace ahí su nido. Es algo brutal y desnudo; tan fuerte, que a veces despierto llorando o jadeando al borde del llanto. Desprovisto de palabras (es decir, de coraza y defensas), en los sueños no hay distancia entre la tristeza y yo: yo soy la tristeza existiendo. Soy un punto, un lugar de la tristeza. En la vigilia, ni siquiera en los momentos más intensos, mis sentimientos alcanzan semejante fuerza y definición.

Hasta hace un tiempo, el sentimiento venía asociado con cosas terribles, pero personalmente distantes: el hambre y la miseria en el planeta, los niños muertos, y otras por el estilo. De un tiempo para acá, aquellos nobles pero lejanos motivos desaparecieron, dejando su sitio a razones más personales y nimias: mi infancia irrecuperable, la nostalgia por los cuidados maternos, los amigos perdidos... Ahora sospecho que esos fueron desde el inicio los verdaderos motivos, aunque inicialmente no estuviera en capacidad de asumirlo así, y hubiera de disfrazarlos bajo aquellos otros, en principio más razonables.

Cuando niños, no sospechamos que vivir. será tan jodidamente difícil. Me refiero no tanto a la tediosa obligación de ganarnos la vida y de asumir responsabilidades sobre nosotros mismos y sobre la colectividad, como a ese otro asunto tan esquivo, tan sutil, que sin embargo define y constituye nuestra vida: el tiempo.

La máquina del tiempo no se parece en nada a la que desde hace un siglo imaginan los escritores de ciencia ficción. En realidad, vivimos en ella. Nos transportamos en el tiempo a cada instante: suspendidos, consumidos, triturados-depende de cómo elijamos verlo, por los sutiles mecanismos, que nada tienen que ver con poleas, engranajes o conductos eléctricos, pero sí, en cambio, con la respiración, la sucesión del día y la noche, el soplo del viento, el paso de las estaciones y los años. Navegamos el tiempo sin apenas percatarnos, pues la máquina del tiempo somos nosotros mismos.

Lo impresionante es experimentar cómo esta máquina del tiempo que somos, transforma todo lo vivido en ese polvillo fino y escurridizo de los sentimientos. Junto a la tristeza, pulimos con nuestros días la nostalgia, el amor y sus inmediaciones, una suave y armoniosa alegría, alguna que otra satisfacción, el veneno de un rencor o el pantano de la culpa. Son esos sentimientos los que se sedimentan día a día, dándole forma y consistencia a nuestro espíritu. Se supone que en esta época del año, todos debemos poner nuestro granito de arena para crear la ilusión de un tiempo de felicidad; un tiempo que le llene los bolsillos a los comerciantes, y a la gente, la cabeza con lugares comunes sobre la paz y la prosperidad; se supone que este es tiempo para dejar de lado nuestro proverbial egoísmo, para sobreponernos a nuestra estrechez y asomarnos -aunque sea brevemente-, a la idea sencilla pero inmensa de la hermandad universal. Pero en lugar de eso me arrebata la tristeza y me sale esta especie de lamento.

Ni modo. Han de ser los arcoíris que se forman sobre las montañas del Valle Central: arcos dobles y hasta triples, que asoman el lomo, como ballenas, sobre la espuma inquieta de las nubes. Han de ser los arcoíris como la boca de un túnel que nos transporta a otro sitio, a otro tiempo, o los vientos del norte que intempestivamente rompen en el firmamento y ponen a silbar los alambres del tendido eléctrico, y a tiritar los techos de cinc. Nortes que encrespan las aguas del Pacífico, que baten contra los robledales de la montaña, que se desgañitan en las alturas del Guanacaste y peinan las tierras del Caribe. Han de ser los nortes que agitan el espíritu mientras continuamos nuestro viaje sin retorno en la máquina del tiempo. ■

Citar como:
Rodrigo Soto. «La máquina del tiempo» 17 de diciembre de 2000. Revista dominical, La Nación. Página 30