Rodrigo Soto
Tinta fresca
Siempre he creído que los ticos somos acomplejados, pero también, más complejos de lo que algunos piensan. (Es decir, la cosa no es tan sencilla como decir solamente que somos acomplejados). No me convencen, tampoco, quienes se limitan a machacar sobre algunos de nuestros defectos y maldicen nuestra hipocresía, nuestra pequeñez o nuestra falta de visión, sin tratar de explicarlas ni de situarlas en contexto ( o peor aún: sobrevalorándolas hasta el punto de que cualquier otro elemento se desdibuja.) Y desde luego, me parece ridículo el discurso de quienes pretenden hacemos creer que somos un pueblo caído del cielo.
Creo que la derrota es uno de los sentimientos que más profundamente nos definen y modelan. Y aquí no me refiero a la derrota -próxima o pasada-, de nuestra Selección Nacional de fútbol, ni a su improbable -por más que lo deseemoséxito en no sé qué torneo. (Yo también ~oy hincha.) Hablo de una derrota más sutil, menos evidente, más generalizada, y la verdad sea dicha, a la que ni siquiera sé muy bien por dónde entrarle. Una derrota que llevamos dentro no sé desde cuándo: la que nos lleva a menospreciar todo lo que somos y todo lo que hacemos. Una derrota silenciosa como veneno, a la que hemos terminado por acostumbramos hasta el punto de que ya no la vemos: la que nos lleva a considerar que somos incapaces de lograr algo verdaderamente bueno, valioso o significativo. Hay quienes dicen que es una majadería intentar desenmarañar los sentimientos de un pueblo. Lo cierto es que una y otra vez volvemos a preguntarnos quiénes somos, y por qué somos como somos. En cierta forma, es como si viviéramos mirándonos al ombligo. Tal vez esa tarea no sea tan inútil ni tan necia como de entrada nos parece, pues al devolvemos una imagen (por limitada que sea) de nosotros mismos, nos ayuda a reconocemos, y quizás, en alguna medida, a transformamos. En todo caso, no hay nación que en algunos momentos de su historia no haya pasado por intensos cuestionarnientos sobre las características que la distinguen y la definen. Así, a menudo escuchamos y leemos cosas como: "los norteamericanos somos ... " (y una sabrosa retalu1a de maravillas); "los franceses nos distinguimos ... " (y un coqueto collar de virtudes); "los argentinos somos ... " (y una larga serie de lamentos.)
Los países pequeños no somos diferentes. En cierta forma, tenemos incluso una necesidad mayor de justificar nuestra existencia, de modo que a menudo terminamos inventando diferencias que no existen en la realidad, o magnificando las que existen para que parezcan más sustanciosas y relevantes.
De la boca para afuera, los costarricenses proclamamos nuestro orgullo por haber nacido en este país y por ser hijos de su paisaje y de su historia, pero en lo más íntimo de nuestro ser, asumimos ·este hecho como una condena o una limitación. ¿Heredamos este rasgo de nuestro pasado colonial, o más bien se origina en nuestro actual sometimiento?
Es decir, ¿nos sentimos menos (casi siempre, pues cuando se trata de Centroamérica, la cosa es bien distinta) por la vaga conciencia de ser, históricamente, un pueblo de pobretones y de pelagatos (el último destierro para cualquier español medianamente afortunado del Imperio)? Si a esto le sumamos la conciencia de la derrota indígena y de la esclavitud africana, que también somos y sentimos, el asunto adquiere una dimensión todavía mayor. ¿O más bien este sentimiento es relativamente nuevo -digamos, de nuestra historia republicana-, y surgió y se fortaleció a medida que se generalizaba la idea del progreso, que siempre está por venimos de fuera pero nunca -¡ay!-, nunca termina de llegar, pues según los expertos, siempre hacemos algo mal?
Uno de los aspectos más inquietantes del asunto, es cómo se las arreglan los poderosos para mantenemos con el sentimiento de la derrota suficientemente vivo como para que no nos rebelemos, pero con la ilusión de que con algo más de empeño y sacrificio, podríamos llegar a ser como ellos, no vaya a ser que en una de tantas nos aburramos y abandonemos el juego ... Tamaño malabarismo de las palabras y de los razonamientos,~lo encontramos a menudo en el discurso de los políticos (los de afuera y los de adentro), y de los medios de comunicación (ídem.)
Por otra parte, creer en nosotros mismos implica terminar con esa suerte de "igualitarismo hacia abajo" tan arraigado entre nosotros, cuyo más célebre mecanismo es la clásica "serruchada de piso". Creer en nosotros mismos implica aceptar que ·vos sos mejor que yo en muchas cosas, pero que yo también puedo ser excelente en algunas. Implica también aceptar que yo seré mejor en lo mío cuanto mejor seás vos en lo tuyo, y que una exigencia mayor pebe venir no sólo de uno mismo, sino también de aquellos con quienes compartimos, actuamos y convivimos. Creer en nosotros mismos exige así una total, una profunda modificación de los valores que aprendimos, y con los cuales vivimos.
Es verdad que, después de lo que nos han hecho creer y hemos creído, comenzar a creer en nosotros mismos no es fácil ni es sencillo. Hay que empezar poquito a poquito. Y hay que empezar hoy mismo. ■
Citar como:
Rodrigo Soto. «La derrota» Revista dominical, La Nación. 6 de febrero de 2000. Página 23