Rodrigo Soto
No recuerdo cuál de los pueblos originarios de Norteamérica, veía en la luna una liebre saltando en el cielo. Cazadores nómadas encontraban en su eterno movimiento de crecimiento y merma una imagen de la presa, que se atrapa una vez y renace, que se acerca y siempre se aleja. Blanca liebre que escapa por el cielo nocturno, la luna ha sido para mí, desde la infancia, el rincón de polvo calcinado en el que Neil Armstrong imprimió su huella. A su lado estaba yo: 7 años asombrados mirando el televisor, totalmente convencido- como sólo en 1989 volverla a estarlo- de estar asistiendo a un acontecimiento que pasarla a la Historia de la Humanidad, con muy solemnes mayúsculas.
Todavía hoy, 25 años después, podría reconstruir con bastante precisión los pormenores de la empresa. Tantas horas de atención infantil, tantísimas tardes fascinado frente al televisor, leyendo los periódicos, escuchando las explicaciones que todos se sentían en la obligación de ofrecerme, no fueron en balde. Entre las imágenes que se hicieron para siempre de un lugar en mi cabeza, está la del Saturno 5 en el momento de desprenderse de una etapa (la veo alejarse del punto de vista de la cámara, y precipitarse lentamente en el vacío sideral), o el momento gravísimo y solemne en que las compuertas de la cápsula especial se abrían para que de ella emergiera el Águila, el módulo lunar que llevaría a los astronautas al encuentro de su destino ... Y la expresión de mi abuela: escéptica, maravillada, incrédula, recelosa, emocionada, aturdida, inteligente ..., y mis tatas reducidos al mismo asombro jadeante mío. Por primera vez fuimos iguales.
Cuando la luna se convirtió en un campo de deportes para astronautas cuyos nombres yo había desistido de memorizar, vino Pink Floyd con "The dark sida of the moon". Dudo que exista otra obra que haya dado mayor celebridad a la dama de blanco. La mayoría de las composiciones todavía evocan en mi una sensación de ingravidez y de «tridimensionalidad», que inevitablemente asocio con el espacio sideral. Esa psicodelia pausada y reflexiva poco tiene que ver con la corriente principal, mucho más estridente y rítmica y ácida, definitivamente ácida. Cabalgando en las ondas musicales de Pink Floyd, pues, viajé por segunda vez a la luna.
Luego, cómo no, vendría Federico García Lorca: argonauta que también viajó a la luna, antes, mucho antes que lo hicieran los gringos, y que en «Poeta en Nueva York» (1930), rindió su deslumbrante testimonio:
Son mentira ías formas. Sólo existe
el círculo de bocas del oxígeno.
Y la luna.
Pero no la luna( ... )
La raposa de las tabernas,
el gallo japonés que se comió los ojos,
las hierbas masticadas.
Federico García Lorca -ese nombre que disfruto como pocos de pronunciar completo- llegó a la luna y fue más lejos. Pero no fue en sus versos en donde empezó mi romance con la dama de blanco. Empezó muchó antes, en la primera infancia, prendido al telescopio de mi hermano o a la televisión. En aquella época pensé que, pasase lo que pasase, sería astronauta, o al menos aviador ...
Sin embargo, después he escogido otros caminos. Pero algo de aquel impulso, algo de aquel debió quedar ahí, inflamando mi anhelo, pues según dicen mis amigos, y mis enemigos que tamibién conmigo no hay remedio y desde que me conocen, vivo en la luna.
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Autor. «La dama de blanco» Semanario Universidad. 1994. Página 19