Tinta fresca
Rodrigo Soto G
El espejo Ahora que terminé -espero que para siempre la pesadilla de los exámenes y el tormento de los quices; ahora que definitivamente concluí la llamada "etapa de formación" y tengo por delante la suculenta tajada de mi vida productiva; ahora que debo enriquecerme y fundar una o dos familias; ahora en fin-, que se supone estoy preparado para enfrentar las dificultades y desafíos de la vida, ahora debo convertirme en un buen canalla incapaz de conmoverme con la belleza, o de sublevarme contra la injusticia y la crueldad. Una dosis de cinismo también será necesaria, pues madurar no es potenciar mis cualidades más humanas como de imbécil creí alguna vez-, no es humanizarme más, sino insensibilizarme al propio dolor y sobre todo al de los demás. Debo endurecerme, pues sólo así podré triunfar.
Este es el momento en que debo hacer a un lado mis sueños infantiles y mis convicciones juveniles, y comprender de una vez y para siempre -cuanto antes mejor, porque aquí el que menos corre, vuela-, que de lo que se trata el juego (o como dicen los gringos: the name of the game) es ser productivo y eficaz: producir mucho, ganar mucho y consumir mucho (ojalá en las narices de los demás, para que a nadie le queden dudas sobre mi éxito). Sólo así voy a dejar de sentirme como un chuica viejo al despertar cada mañana.
Es preciso que renuncie a cualquier reserva, duda o contemplación sobre la moral de esta sociedad que me ordena aplastar a los demás antes de que ellos me aplasten. Debo concentrarme en mi provecho y beneficio. Si es necesario (y lo será, estoy seguro) sacrificaré los ríos, las montañas y las playas; me olvidaré de caminar por las mañanas y de las mejengas con los amigos. Adiós a la poesía de los libros y a la belleza de los pájaros, cuya inutilidad ni siquiera requiere de comentario o demostración. Renunciaré a las amistades poco rentables, e invertiré cada minuto de mi tiempo con ambición y sagacidad (time is money...).
Dejaré de lado cualquier remordimiento, pues probado está que a nada conducen. El mundo es de los audaces, y ¿cuándo se ha visto a un triunfador dudando ante un reparo moral o malgastando su tiempo con devaneos inútiles? Triunfar es mi sino, mi destino, mi obligación, y todo lo que se interponga entre mi éxito y yo, es un obstáculo que debo superar. Llamaré "debilidad" a cualquier sentimiento que me haga dudar, y "enemigo" a cualquiera que se interponga en mi camino.
La vida es una carrera de obstáculos en la que muchos toman la salida, pero sólo unos pocos llegan al final. La llave que abre todas las puertas es el dinero. Quien lo tiene, todo lo tiene; a quien le falta, de todo carece. Con él se ganan las batallas. Hay que ser agudo como un dardo, preciso como una espada, directo como un puñetazo. No puede uno andarse con vainas. Hay que despabilarse y aprovechar cada oportunidad.
Si no actúo ahora, otros lo harán y mañana será tarde. Confío en que pronto inventarán mejores remedios contra la depresión y la ansiedad y en que tendré suficiente dinero para comprarlos. Tengo fe en que, si sufro un ataque cardiaco, mi teléfono celular no fallará. La soledad me aterra, pero no soporto la compañía, en especial la intimidad. Por eso tengo tantos y tan buenos amigos en Internet y una novia australiana con la que chateo por las madrugadas, cuando una serpiente se despierta en la boca de mi estómago y danza para arrebatarme el sueño.
A veces pienso que me gustaría que el mundo fuera distinto, pero ese es un signo de debilidad que no puedo permitirme. Que no vengan los mayores a sermonearme su moralina, si fueron ellos quienes lo hicieron así. ■
Citar como:
Rodrigo Soto. «El espejo» Revista dominical, La Nación. 8 de octubre de 2000. Página 25