Rodrigo Soto
Tinta fresca
Recuerdo una de las Autobiografías Campesinas publicadas por la Universidad Nacional a inicios de)a década de los 80. En uno de los relatos, una mujer nos cuenta su infancia, pubertad y juventud campesinas. A pesar de la dureza, todo parece ir de maravilla - mucha plenitud, mucho aprendizaje, mucha alegría-, hasta que intempestivamente el relato se interrumpe con estas simples palabras: "Entonces me casé".
Hemos sido educados para vivir el sacrificio como un acto de entrega, es decir, como una forma de amor (para sentir que entregamos algo debemos sacrificarnos). No en vano, nuestro paradigma y modelo del amor es Jesucristo, cuya autoinmolación se exalta como el más sublime acto de amor.
Así, sacrificamos en el altar del amor nuestra libertad, nuestros sueños,' nuestra espontaneidad, nuestra alegría ...
Siendo el amor -como se nos repite hasta la saciedad-, la más noble de las causas y la única capaz de redimirnos de nuestras penas (llámense soledad, vacío, etcétera), ¿qué no sacrificaremos en su nombre? ¿Qué entrega, qué renuncia, qué postergación no haremos, a cambio de la redención definitiva que promete arrancamos de nuestras "pobres vidas"? De esta forma, la entrega conlleva una postergación, una mutilación o una frustración, como le sucedió a la buena mujer del relato, que en nombre del "amor" perdió su vida.
Es tan profunda nuestra necesidad de compartir, que para realizarla a menudo nos mostramos dispuestos a todo, y perdemos el sentido de los límites -incluso el sentido básico de nuestra individualidad-. Así consumamos el asesinato del amor y también nuestro suicidio ...
El asesinato del amor, porque de esa forma nos colocamos en una posición en la que, tarde o temprano, tendremos que escoger entre el amor o nosotros mismos. (Tarde o temprano nos rebelamos contra tanto sacrificio, que en lugar de abrirnos las puertas del paraíso prometido, no hace otra cosa que oprimirnos). Si, por el contrario, terminamos por resignarnos y aceptar nuestro sacrificio, habremos muerto como individuos.
Nuestro deseo de compartir es instintivo, pero a menudo terminamos por reprimirlo, ~n vista de la frustración que trae aparejada-esa-forma ele vivir el amor. Es decir, el amor vivido como sacrificio a la larga nos aísla y nos convierte en seres solitarios y desconfiados.
Desde luego existen otras formas de entrega, aunque no sean las que los medios de comunicación, la familia, las demás instituciones sociales-y, por supuesto, el sistema educativo, se empeñan en transmitirnos. Ni siquiera digo que todas las demás posibilidades de vivir el amor sean mejores que el sacrificio.
Consideremos, por ejemplo, el amor-vampiro, es decir, la explotación del otro, la ávida rapiña sobre el cuerpo y el espíritu del otro o la otra, hasta consumar su destrucción. O bien el amor-policía, en el que la necesidad de controlar al otro o a la otra es lo que prima. El jardín de las neurosis es florido; cada quien elabore su menú conforme a lo visto y vivido. Frente a esto, el amor sacrificio parece algo muy noble y muy digno (al menos teóricamente, me destruyo yo y no al otro, y teóricamente también, hay algo sublime y bello en mi sacrificio en nombre de tan elevado ideal).
En cuanto a las otras formas, las que supuestamente nos acercan al amor sin implicar la anulación, la destrucción ni el sacrificio de ninguna de las partes, no soy yo quien debe hablar, si es que hay alguien que debe o puede hacerlo. No creo que existan recetas ni caminos seguros. Tampoco creo en las fórmulas que se venden en los best-s~llers de fácil digestión; al alcance de todos los bolsillos: No creo en el discurso de ninguno de los nuevos santulones, convertidos en nuevos ricos en virtud del éxito de sus libros.
Creo que la indagación de nuevas formas del amor y sus designios, es siempre personal, pero a la vez intensa e íntimamente compartida por muchos hombres y mujeres de este tiempo. Cada uno de nosotros explora sus caminos, mete las patas, tropieza, trastabilla, cae, berrea, sufre, se hunde hasta el cuello en el más espeso lodazal, llora, maldice, forcejea, eleva una plegaria, reúne fuerzas, y reemprende la marcha. De pronto, inesperadamente, en cualquier vuelta del camino, te encontrás con alguien que busca en la misma dirección y que también avanza a solas.
Y así, encontrándonos y desencontrándonos, continuamos el camino. ■
Citar como:
Rodrigo Soto. «El asesinato del amor» Revista dominical, La Nación. 30 de julio de 2000. Página 23