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La narrativa de Rodrigo Soto: una retórica de la ambivalencia

Emiliano Coello Gutiérrez
Universidad de Poitiers

El panorama novelístico de Costa Rica en los años ochenta, en el que ven la luz los primeros textos narrativos de Rodrigo Soto, ha sido definido por Carlos Cortés, también novelista y compañero suyo de generación, como “una interminable red de paradojas” (Cortés, 2003: 46). Efectivamente por esos años, y hasta hoy, surge en Costa Rica un grupo de escritores que dan cuenta de un mundo en que las utopías se han derrumbado y en que los sueños y las ilusiones del pasado han desaparecido o están en trance de desaparecer. No obstante, y eso es lo paradójico, la producción narrativa, lejos de ser arrastrada por el derrumbe, no ha cesado de renovarse, encontrando siempre novedosos y experimentales modos de expresión que han rescatado y reconstruido los paradigmas culturales de las décadas precedentes.

Durante los años ochenta del pasado siglo se produce en Costa Rica el desmantelamiento del modelo de Estado benefactor que había sido puesto en práctica en el país desde 1949. Por otra parte, en esa década se pasa en Nicaragua del sueño revolucionario a la dura realidad del gobierno sandinista y, si a ello se une la crisis del socialismo a nivel internacional por esa misma época, tenemos un fondo de pesimismo que deja su impronta en la literatura costarricense hasta hoy día. Valgan como ejemplo tres novelas publicadas en el país durante los últimos diez años:
Cruz de olvido (1999), de Carlos Cortés, Limón reggae (2007), de Anacristina Rossi o Te llevaré en mis ojos (2008), de Rodolfo Arias. En cada una de ellas, a su modo, se abjura de un presente cruel, banal o vacío, y se agiganta la nostalgia romántica por un ayer revolucionario y aventurero que ofrecía una vida digna de vivirse.

La narrativa de Rodrigo Soto, escritor costarricense nacido en San José en 1962, se hace eco, como no podía ser de otra manera, de las paradojas y ambivalencias de su generación. Los protagonistas de sus novelas y cuentos, locos, excéntricos y marginales, deambulan como huérfanos por una ciudad, espacio maldito, que en lugar de acogerlos como héroes y fundirse con sus inquietudes, como ocurriera en la narrativa de otros tiempos, los rechaza como una madrastra indiferente u hostil.

Es el caso de Ricardo Morúa en
La estrategia de la araña (1985), un joven al cual la desmesura de su escepticismo no puede sino conducirlo a la muerte. Para él los patrones de conducta individuales y colectivos de otrora (la familia burguesa, el trabajo, el heroísmo comunista o anarquista) y los discursos religiosos, metafísicos o literarios que los animaban, carecen ya de fundamento y no pueden ser reproducidos sino refractariamente, a través de la burla y el sarcasmo.

De igual modo Cabizmundo, el protagonista de
Mundicia (1992), vaga por las calles josefinas como un Quijote redivivo que le habla al viento, pues trata de difundir una serie de verdades ideológicas con las que sus compatriotas ya no están sensibilizados. Su búsqueda existencial y sus afanes redentoristas se traducen en sinsabores y en varias visitas al manicomio de Chapuí.

En
El nudo (2004) se rompe también violentamente con las promesas y expectativas de los grupos sociales que crecieron y vivieron bajo la férula del Estado benefactor. Luis, Johnny y Jaime son tres muchachos de los ochenta que fueron educados en hogares de clase media baja por trabajadores que mediante su esfuerzo lograron ascender un peldaño en la escala social y cuyo sueño para sus hijos, canalizado a través de la formación universitaria, es un nuevo ascenso, esta vez hasta la alta burguesía. Pero en la novela Luis y Johnny, en lugar de rebelarse contra esta visión progresista y materialista del mundo, eligen catapultarse velozmente hasta lo más alto de la sociedad mediante la delincuencia, el crimen y el narcotráfico.

Como puede verse, las obras de Rodrigo Soto obedecen a una iconoclastia en que los paradigmas de la modernidad han sido violentados. Pero con ello no se quiere decir que estas novelas carezcan de una visión crítica del mundo, más bien habría que afirmar que la crítica y la consagración de los viejos relatos, convertidos en discursos, es omnímoda y no orientada desde una única esfera ideológica como en otro tiempo. Recursos como la polifonía, la ironía, la parodia o la intertextualidad, presentes en la narrativa de Rodrigo Soto, son la huella formal de un pensamiento signado por la continua metamorfosis en el plano de los valores.

El nudo, la telaraña

Precisamente la gran tragedia de los personajes de estas obras es la de la pérdida de los conceptos totalizantes en una realidad, como la de nuestros días, cada vez más heterogénea, polimórfica y mestiza. La búsqueda del absoluto filosófico, estático e incontaminado, podría corresponder, en términos psicoanalíticos, con la búsqueda de la madre ausente, y la orfandad de los personajes de Rodrigo Soto tiene que ver con esto. La Ciudad en lo espacial, los macrorrelatos en lo metafísico o la madre en lo psicológico se corresponden con la necesidad del sujeto de subsumir su individualidad problemática en un todo comprensivo, que se quiere eterno. De ahí que la encarnación del mal en las novelas y cuentos de Rodrigo Soto es el descubrimiento fatídico, por parte de los personajes, de su condición de hombres libres, teniendo en cuenta que la libertad tiene como contrapeso negativo la posibilidad de no saber qué hacer con ella.

Los protagonistas de las novelas de Rodrigo Soto son, pues, adultos que no han superado con éxito la infancia, no pudiendo ejecutar el “matricidio simbólico” al que se refiere Julia Kristeva (1987: 39). Se trata, por lo tanto, de personalidades complejas que oscilan entre el más extremo idealismo romántico o el más cruel impulso de muerte.

La estrategia de la araña comienza con un joven Ricardo Morúa que en sus andanzas nocturnas por la ciudad de San José se encuentra con un travesti con el que no llega a consumar una relación sexual. Lo que atrae enormemente a Morúa es que este individuo posea dos sexos, uno masculino y otro femenino, lo que lo convierte en un andrógino, un hombre que ha consumado la unión total con la mujer-madre, como en la fase uterina el embrión. Pero lo que repugna finalmente a Morúa, y condiciona el final trágico de la novela, es la constatación de que el sexo femenino es un mero aditamento artificial en el cuerpo del travesti, lo que diluye la simbiosis de los géneros.

La introyección de la madre en la psicología de Morúa motiva su doble movimiento de búsqueda perpetua y condenada al fracaso de la mujer ideal con rasgos maternales, por un lado, y por otro la incubación de sentimientos de ira y venganza hacia el principio femenino, que impide la individuación. De ahí que el personaje viole, hacia el final de la novela, a la joven Patricia, una muchacha virginal que produce en Morúa sentimientos encontrados de adoración filial y de odio homicida.

No obstante la violencia del impulso rebelde del “ego” melancólico en estas narraciones, es más fuerte en los personajes el afán inconsciente de poseer al arquetipo femenino materno como un modo de evadir la propia condición de sujeto fracturado. De ahí que en Mundicia Cabizmundo consume el incesto con su hermana Liviana y que durante la relación sexual profiera estas palabras: “caverna-puta-madre, vasto mundo” (Rodrigo Soto, 1992: 91).

El vaivén de una voluntad escindida entre el anhelo de fusión con el todo y la imposibilidad de materializarlo, debido a la barrera del yo, es lo que proporciona la estructura cerrada, circular, de alguna de las novelas de Rodrigo Soto, donde las diferencias temporales se anulan, favoreciendo la idea de un presente agónico, sinónimo de muerte. En
La estrategia de la araña el narrador protagonista cuenta en futuro su suicidio, una hora fatídica a la que el personaje estaba destinado desde el momento de su ruptura traumática con el paraíso de la infancia. Y en El nudo el lector puede conocer, desde el primer capítulo, cuál será la suerte de los personajes principales del texto, un destino trágico, puesto que el narrador ha calculado matemáticamente su infortunio. Ya sea el azar, ya sea el albedrío, se trata en todos los casos de fuerzas negativas, como si el universo estuviera gobernado por una ley entrópica en que cualquier orden es frágil y ha de regresar con rapidez al caos primigenio.

En
La torre abolida (1994) la familia Palma, de rancio abolengo, exhibe su orgullo de casta en torno a un magnífico bastión que simboliza su estirpe aristocrática, su poderío, su riqueza, su preeminencia, pero también su aislamiento. No se puede dejar de pensar en la Torre como en el tótem fálico lacaniano que aglutina la totalidad de los significantes en torno a un vacío, por cuanto en el desenlace de la novela la Torre desaparece como si nunca hubiera existido, lo que hace posible una pluralidad de interpretaciones virtuales (de signo político o fantástico) alrededor del significado de la narración. En la obra las mujeres de los protagonistas, Arturo y Sergio Palma, tienen un rol de pasividad que las asimila al concepto de falta en que Lacan cifraba la esencia de lo femenino.

Sean vírgenes o putas, el dechado de mujer en la novelística de Soto es en la mayor parte de las ocasiones un ser estático que funciona como recipiente del deseo masculino de atracción o de repulsión. Se trata de un Otro con el que no se interactúa y al que la imaginación masculina agitanta o empequeñece a su antojo.

“El tigre frente al aro de fuego”, relato incluido en la novela
Figuras en el espejo (2009), abunda en esta misma temática. Se asiste aquí a la biografía sentimental de Osvaldo, un personaje cuyos fracasos amorosos de la etapa adulta (con Mónica, Wendy, Fabiola, Marcela, Judith, Tamara y Miriam) tienen que ver precisamente con que el rostro a la vez amparador y despótico, al tiempo adorado y temido de la madre desplaza siempre a la mujer amada, a la que sustituye, retrotrayendo al protagonista a la dulce tiranía de la época infantil en la que no había que tomar decisiones y la conducta era guiada por los impulsos oceánicos de amor u odio.

Kristeva (1987: 226) aludía al “perdón” definido como un resorte psicológico que estetiza e imprime distancia a las pulsiones idealistas y narcisistas del yo. Perdonar significa relativizar cualquier absolutismo y descentrar el pensamiento ensimismado, imponiendo una pausa en el ciclo interminable de agresiones y venganzas. Esa es precisamente la función del arte, la de feminizar, ludificándola, la dinámica destructiva de la voluntad. De ahí que “El tigre frente al aro de fuego” termine con estas palabras: “Osvaldo sabía que el circo siempre estaría ahí: él era el tigre, era el domador y era el aro de fuego. Pero por primera vez sentía también que era el trapecista que contemplaba el espectáculo mientras se columpiaba en lo alto. Desde ahí podía extasiarse con la súbita tensión que recorría cada músculo del tigre cuando se disponía a saltar, con el serpentear del látigo o con el polvo que se levantaba de la pista cada vez que este azotaba la arena. Y se extasiaba, de nuevo y como la primera vez, con la mujer que lo esperaba del otro lado del círculo de fuego. En algún lugar guardaba la camiseta de Tamara:
A la mierda todo menos el Circo” (Rodrigo Soto, 2009: 260).

La espiral

Julia Kristeva define la novela como “una combinatoria, por consiguiente una independencia relativa de significantes en el interior de un significado cerrado (la expresión, el mensaje) con oposición recíproca de los significantes que, sin anularse, se fusionan en el Uno del mensaje expresivo –este principio caracteriza, a nuestro entender, el campo transformacional de la novela que, en tanto que estructura transformacional, busca una abertura a través del discurso expresivo (combate al símbolo), permaneciendo en su clausura (revelando el carácter de signo)” (Kristeva, 1981: 192).

Esto quiere decir que la novela es una estructura lingüística que vacila entre el símbolo, de significado trascendental y que cierra arbitrariamente el circuito de la comunicación en favor de un criterio verificativo, y el signo, que se caracteriza por una pluralidad de significantes que no se excluyen entre sí. Esta pugna entre el símbolo y el signo forma una dualidad concéntrica o una dialéctica negativa, en espiral, en que ninguno de ambos polos prepondera sobre el otro y en la que no hay síntesis, sino más bien ambivalencia.

Aplicado esto a la narrativa de Rodrigo Soto, podría decirse que en sus novelas el mensaje, el tono o el símbolo (el nudo, la telaraña) es el de la melancolía (una mística al revés) por un mundo que no ofrece las seguridades de otras épocas, y el de la nostalgia por los paraísos perdidos (las utopías políticas, la fe religiosa, la infancia). En esto comparte las mismas inquietudes de sus compañeros de generación. Y al igual que estos, en sus novelas el escritor se vuelca en el juego experimental, en el uso de técnicas que encubren el enigma de lo real, irreductible a una Verdad con mayúscula. En ese sentido podría afirmarse que el contenido de la narrativa de Rodrigo Soto es conservador, pero que su forma es revolucionaria.

La ambigüedad que sustenta el pacto narrativo se muestra ya a las claras en un relato incluido en Mitomanías (1983), “Sonata del torno y la dulzaina”. En él un muchacho anarquista, antes de morir aplastado por un torno mecánico, trata de convencer a sus compañeros de las bondades de la vida natural, pero estos, de origen campesino, que vienen huyendo de la dureza de las labores labriegas en busca del confort del mundo citadino, no comprenden su mensaje. Aunque el tono del cuento es de dolor por la derrota de las ilusiones libertarias, el relato muestra muy bien la dualidad de lo real, que se subleva contra el esencialismo.

En Mundicia las pretensiones de identidad idéntica a sí misma de Cabizmundo han sido desconstruidas por la forja novelesca. La imagen de redentor y mártir que quiere para sí el protagonista se contrasta, en la segunda parte de la obra, con la voz de treinta y cinco individuos (entre ellos Dimas, el ladrón bueno, José Stalin o Sor Juana Inés de la Cruz) que opinan de él las cosas más disímiles, desde que “era casi un santo” hasta que “era una mosca amiga de la mierda” (1992: 55). La masculinidad megalómana e hipertrofiada de Cabizmundo se une efímeramente, en esta segunda parte, con el espíritu cínico y epicúreo de Nadia Nochesku, una costarricense pícara de origen rumano cuya mentalidad “cool” no puede comprender que el proyecto de vida de Cabizmundo, el aglutinante de todas sus energías, pase por hacer entender a sus vecinos que Mundicia no es una isla.

Esa cualidad de transformarse que es tan propia de la novela puede estudiarse de igual modo en El nudo, una narración de ida y vuelta en lo que tiene que ver con la riqueza de interpretaciones que acoge. Además de mostrar el virtuosismo técnico del autor en la esfera de la configuración de la estructura (ya que el texto anticipa el porvenir funesto de los adolescentes, colocando el desenlace al principio), la obra puede leerse como un alegato de crítica social. Efectivamente los capítulos han sido distribuidos en una especie de pespunte (el nudo) de planos temporales, en que el presente y el pasado se alternan aleatoriamente, y no es sino en el final cuando el lector accede al sentido completo de la historia. Así los capítulos en pasado dan cuenta de la carga de humillaciones que los protagonistas (Johnny, Luis y Jaime) tuvieron que sufrir para integrarse en la vida de sociedad del barrio de Sabana Norte, al que pertenecen sus amigas Norma y Sonia. Por eso cuando el azar les permite el hallazgo de un alijo de cocaína, no dudan en servirse de él para su propio provecho. Los más inteligentes, Luis y Johnny, logran medrar en el medio hampón, y Jaime, el más torpe, se hace drogadicto y malogra su vida.

En la novela es significativo el contraste entre los ex amigos. Aquellos que deciden despreciar las normas de conducta establecidas se convierten en líderes, mientras que los más devotos de los estándares burgueses acaban fracasando, como Norma y Sonia. Norma se casa con un ingeniero talentoso al que todos auguran un futuro brillante y Sonia termina su carrera de medicina con promedios altísimos. Pero el tiempo les hace saber a uno y a otra, cruelmente, la distancia entre su sueño de progreso y la vida real. Ambos acaban resignándose, con los años, a su trabajo mediocre (ya que las elites del país, en la cúpula, no admiten competencia) y Norma termina aferrándose a la maternidad como a un bote salvavidas para paliar la falta de sentido de su existencia. El final de la novela la muestra tan desquiciada que le ordena a su marido que mate al hombre que le robó la bicicleta a su hija.

La obra, que simula un círculo sin alternativas, no es, sin embargo, así. Solo Luis y Jaime son devorados por el destino, pero Johnny, el personaje preferido del narrador, sigue viviendo y llega a hacerse famoso a través de la escritura de poesías religiosas. Su futuro no se clausura, sino que permanece abierto y se opone a la filosofía determinista que conforma, desde los epígrafes, la totalidad de la novela.

Desde La estrategia de la araña los juegos narrativos en la obra de Rodrigo Soto son constantes. En este texto, en determinados momentos los lectores pueden dudar acerca de la identidad del narrador, ya que Ricardo Morúa y David René mezclan constantemente sus voces. Así, al comenzar la novela, queda establecido que Ricardo Morúa escribe una narración autobiográfica, pero a partir de la mitad de la primera parte de la misma, en un diálogo que Ricardo Morúa y David René sostienen, este segundo le hace saber al primero que carece de existencia y que no es más que una criatura literaria de su invención. Se trata de un recurso narrativo que recuerda a Unamuno y a Pirandello. Del mismo modo en la segunda parte del libro se nos hace creer que las páginas que leemos son el diario que Morúa escribe durante su estancia en la cárcel. Pero el desenlace de la narración, que habla de la huída y del suicidio de Morúa antes de que se produzcan, ha sido redactado en tiempo futuro, de modo que el lector puede razonablemente pensar que David René, testigo de los hechos, es quien lo ha escrito, y que las páginas de Morúa se corresponden únicamente con el periodo de su estadía en presidio.

En Gina (2004) el constante diálogo entre el narrador y el narratario implícito desvirtúa la posibilidad de leer el texto como una novela “feminista”, “política” o “telúrica”, tal como hace Luis Alonso Girgado. Es interesante la recepción que este texto ha tenido en la prensa española, que no ha hecho sino reproducir los tópicos del “buen salvaje” y del “buen revolucionario” con que en Europa se percibe todo lo latinoamericano. Véase cómo Girgado comenta la novela: “es Gina la construcción de un retrato de mujer que entre pérdidas y fracasos, entre renuncias y decepciones, entre revelaciones y mudanzas de su vida propia, pero también de su país, va autoafirmándose, consolidándose como mujer, madurando no sin un duro aprendizaje que la lleva a rechazar agresiones y maltrato personales o a participar en la guerra interna de su país en las filas sandinistas (...). Pero Gina es también una novela geográfica, telúrica, y muchas de sus páginas recorren una intensa, bella y hasta violenta escenografía que es un primitivo reducto y refugio de un modo de vida con no pocas precariedades, pero sencillo y auténtico en su contacto con la naturaleza” (Girgado, 2007).

Sin duda la novela se puede comprender así, pero ello supondría ignorar su otra mitad, que se muestra mucho menos complaciente con la protagonista. Y es que la novela está llena de guiños del narrador al narratario implícito, con quien comparte sus ironías y sarcasmos. Es decir, el autor virtual confía en que su lector ideal (quizá no Girgado) dé buena cuenta de sus dobles intenciones para con Gina, “buena nota”.

En un momento dado el narrador se hace explícito y define así al personaje: “Si le preguntáramos a Gina de qué manera se percibe, o más sencillamente, “cómo sos vos”, es casi seguro que hablaría de su energía, de su vitalidad, de su temperamento nervioso que la mantiene siempre ocupada, emprendiendo cosas nuevas. Hablaría también, con toda certeza, de su lealtad a una voz interior inobjetable y pura que muchas veces la ha metido en apuros” (Soto, 2006: 37).

Este retrato nos presenta a una mujer íntegra, fuerte, rebelde, ascética, algo así como una amazona, todo lo contrario a como la propia Gina se narra a sí misma en repetidas ocasiones. Véanse algunos ejemplos: “A mis ojos de niña decente –asegurada siempre contra las asperezas de la realidad-, aquello era un salto al vacío” (14). En otro momento, en el capítulo quince, Gina se confiesa: “Cuando estudiábamos en la universidad, un grupo de compañeras y yo fantaseamos una noche con una Brigada de Primeros Auxilios del Sexo. Se trataba de una especie de enfermeras, frías, calculadoras y profesionales, que llegaban en autos blancos, sonando las sirenas, cuando algún desamparado hambriento requería de atención... Supongo que era una manera de adecentar, a nuestros pulcros ojos, el fantasma y la fantasía que muchas debemos encarar: el de ser putas” (49). Y en el capítulo veintidós, la protagonista se equivoca con la que cree ser una mirada lasciva de un pescador, que la observa en traje de baño: “En la universidad, a menudo recibo miradas como esa; sin embargo, el hecho de que aquí se trate de alguien de otra condición social, me genera una extraña conciencia de mi cuerpo. Recuerdo la minúscula camiseta que llevo sobre el traje de baño. “Yo me visto así para otros”, le digo, furiosa, en mi pensamiento, “no para gente como usted, incapaz de disimular o contenerse” (67).

Está claro que Gina, una mujer feminista y comprometida (defensora de los oprimidos, como las putas o los proletarios), no puede hablar así de sí misma. Y de hecho no lo hace, sino que es la voz del narrador omnisciente la que usurpa la palabra del personaje femenino, como queriendo decir que él también vivió la época de los setenta y la de los ochenta y que las cosas fueron muy diferentes a como Gina las concibe. El narrador implícito se explicita, pues, y deviene testigo durante la novela. He aquí que el modelo de heroína que la personaje principal representa es a un tiempo consagrado y desconstruido. Para la voz omnisciente (que es el testimonio de alguien que conoció la época y que conoció a Gina en esos años), la protagonista, a pesar de creerse muy sofisticada y avanzada, no hace sino reproducir patrones de conducta femeninos caducos y alienantes, pues oscila entre la imagen de santa y mártir de la causa revolucionaria, y la imagen de ramera: “les soupirs de la sainte et les cris de la fée”, como reza el famoso soneto “El Desdichado” de Gérard de Nerval. Una muchacha de buena familia que vivió siempre a mil millas del dolor y de la miseria reales, pero que reivindica con orgullo sus aportaciones a la causa militante; es el prototipo de la “progre” que también existió en la España de los años ochenta, figura que no se ha extinguido totalmente.

El mecanismo de la risa relaja en la novelística de Rodrigo Soto la rigidez del tono melancólico. En La estrategia de la araña hay un contrapunto lúdico en que se sintetiza el mal metafísico en diecisiete preposiciones-proposiciones heréticas. En una de ellas se dice: “¿Hacia dónde lanzaron esta cuerda en que el hombre va colgado? Somos un poco tarzanes pero ya definitivamente sin mono. Habría que entenderlo así de una buena vez, a ver si aniquilamos esta decadente nostalgia por Chita” (1985: 35).

Una buena forma de aniquilarla es burlándose de los plantos trascendentales en que consiste la novela existencialista, como lo hace esta obra. En ella se habla de Raskolnikov, de Roquentin, de Sísifo, de Silvina Ocampo y de Fernando Vidal (que es quien elabora “El informe sobre ciegos” en Sobre héroes y tumbas (1961), la novela de Ernesto Sábato), y Ricardo Morúa es una mezcla de todos ellos. Pero lo que en la narrativa existencialista era desesperación aquí se ha convertido, en virtud de la autorreferencialidad de la obra y de su espíritu paródico, en un puro ejercicio humorístico en que se ha roto el pacto mimético realista que caracterizaba la novela del existencialismo. La náusea (1938), de Jean-Paul Sartre, nunca podía haber sido escrita como La estrategia de la araña, por ejemplo.

Ricardo Morúa es una especie de Raskolnikov devaluado que violenta a Patricia sobrecogido por el abismo al que lo conduce su propia libertad. Pero, ¿quién es el infractor, Morúa, que ejecuta el acto, o David René, el artífice de la novela que sueña para él tal destino?

Hay en La estrategia de la araña un episodio en que el narrador explicita la distancia entre su texto y aquellas narraciones existenciales de las que bebe. En sus errancias por la ciudad de San José, Morúa se encuentra con una mujer en un barrio del lumpen que lo conduce a su humilde casa, donde agoniza una vieja, su madre. En el transcurso del relato de las penalidades de la mujer, que le hace partícipe de su vida mísera, Morúa, en lugar de compadecerse por el absurdo de la vida, como ocurría en escenas similares de la novela existencial, adopta una vis cómica y, al ver a la anciana agonizando por la tos, dice: “yo sentí que cuando esa vieja muriera no podría haber una tortilla auténtica nunca más, y no sonreí de lo que me pareció una ocurrencia” (1985: 50).

Del mismo modo, a la hora de suicidarse, Morúa fantasea con la idea de ahorcarse encaramado en un gran bloque de hielo, lo que añadiría al suicidio un morboso matiz de tortura.

La risa en Mundicia está presente desde el subtítulo mismo de la obra: “farsa épica”. Y en efecto el personaje, cual héroe de una sociedad que ya no los necesita, camina por las calles josefinas como el caballero de La Mancha (o sus réplicas postmodernas, Flash Gordon o Ultramán), totalmente enajenado del entorno en su anhelo de “desfacer entuertos”.

Sería interesante estudiar un episodio de la novela por la luz que arroja sobre los postulados de la estética de la recepción. En cierto momento de la novela, Cabizmundo, loco con la idea de transmitir a sus compatriotas su hallazgo de que Mundicia no es una isla, se decide a mostrar una pancarta con dicho mensaje en un concierto del cantautor hindú Raví Shankar. Pero la proclama, lejos de tener los resultados revolucionarios que Cabizmundo quería, no hace sino reforzar el credo exotista del “altermundialismo” feliz que defiende el cantautor, que hace suya la frase y obtiene un éxito resonante ante el público. Ello muestra a las claras la polivalencia del signo lingüístico y la importancia del “horizonte de expectativas” de los lectores-receptores en la elaboración de un significado que de una u otra manera está regido, entre otras cosas, por el contexto histórico. La imposibilidad de acotar el signo lingüístico (y por ende literario) hacia una significación unívoca se hace aquí palpable.

En la narrativa de Rodrigo Soto aparece, pues, claramente expuesta la ambivalencia (tan propia de la novela) que marca las inquietudes literarias de su generación, la cual oscila entre la melancolía y la nostalgia del símbolo de la madre ausente (el sistema que resuelva todas las contradicciones vitales) y una actualidad mestiza, múltiple y, por consiguiente, abocada al diálogo y a la metamorfosis de la tradición.

Pero decir diálogo es decir novela, “como seguimos llamándola (apunta Virginia Woolf) con parsimonia del lenguaje, una multiplicidad de libros que no tienen en común más que esta única denominación inadecuada... Y la prosa es todavía tan joven que apenas sabemos qué virtudes se ocultan en ella” (Kristeva, 1981: 194).

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