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Las risas amargas de Mundicia
Maryse RENAUD
(Université de Poitiers)
¿Quién se atrevería hoy en el ámbito de las letras latinoamericanas a escribir una epopeya?, género doblemente desautorizado, tanto por su estética —profusión, desmesura, ambición exageradamente abarcadora—, como por sus presupuestos ideológicos frecuentemente teñidos de un dudoso nacionalismo, cuando no de un explícito y oficial conformismo cultural. Hasta llegan algunos a tildar de «totalitaria» a la epopeya.
¿Quién se animaría hoy a escribir una farsa?, o sea, una «obra dramática breve de carácter cómico, especialmente satírico, y tema popular», según la definición del diccionario de Manuel Seco al cual acudimos deliberadamente, por ser precisamente un diccionario del español actual, como se autodenomima a sí mismo. Una farsa, pues, lo cual significaría también asumir una tradición literaria multisecular. No obstante, éste es el doble desafío que parece querer afrontar Rodrigo Soto, escritor costarricense 1 , en Mundicia, texto publicado en 1992 por la Editorial de la Universidad de Costa Rica y calificado desde el paratexto como «farsa épica».
Si bien la epopeya en tanto género ya ha caído en desuso, el aliento épico —o sea, cierta afición por los héroes y las grandes empresas— dista mucho, en cambio, de haber desertado de la novelística contemporánea, y puede manifestarse, como es aquí el caso, bajo las formas más diversas: euforia ligada a la acción transformadora del hombre sobre el mundo, nostalgia de la lucha, pero también acercamiento lúdico y hasta paródico a la solemnidad épica. Algunos temas propios de la epopeya también reafloran significativamente como el del viaje, con sus inevitables confrontaciones y esquemas binarios, así como algunos apelativos de sabor mítico (Helio se llama el padre imaginario del protagonista y Selena su madre). Y si en los tablados actuales no se montan tan comúnmente farsas como en el Medioevo, el Renacimiento o el Siglo de Oro, el texto de Rodrigo Soto, por su truculenta tónica general, intencionalidad crítica y estructuración tripartita —tres breves capítulos asimilables a tres actos eficazmente ritmados, titulados respectivamente «Lugar común», «Puertas adentro» y «Losotros mismos»—, no deja de guardar un notable parentesco con la escritura dramática.
Esta connivencia es subrayada por un sugestivo epígrafe, en la segunda parte de la novela, que retoma un texto de Hugo Hiriart, escritor mexicano autor de novelas, pero también de obras de teatro para títeres particularmente apreciadas en su tierra. Es más, la presencia al final de Mundicia de un teatro precisamente, la insistencia en las situaciones espectaculares y hasta grotescas en las que se encuentra involucrado casi como una marioneta —un «monigote», dice el texto— el personaje protagónico, Cabizmundo, la fallida escenificación a la que éste se entrega en vano para defender sus ideas, todo contribuye a tejer una convincente complicidad intertextual entre el fantasioso universo narrativo del escritor costarricense y el del dramaturgo mexicano.
Es un discurso original, de rica intertextualidad, el que nos va a ocupar. Mundicia se presenta en efecto como una novela que ostenta orgullosamente su doble partida de nacimiento, reivindicando sus plebeyos orígenes y su «sentimiento carnavalesco del mundo», así como su filiación épica. Que se incline el lector por la teoría de Lukács o la de Bajtin sobre la novela es lo de menos, pues el texto de Rodrigo Soto sigue su propio camino abrevándose en las dos fuentes, asumiendo plenamente su hibridez, su mestizaje genérico. ¿Acaso no remite la palabra española «farsa», derivada del francés antiguo, al participio «fars» de «farcir», y la voz «sátira», del griego «satura», a un «plato colmado» de diversos alimentos, conllevando ambas la noción de profusión y mezcla heterogénea. Y como a lo farsesco se suma aquí el condimento épico, el producto final que manejará el lector no podrá ser sino sumamente polifacético, abiertamente heteróclito —como también lo da a entender, a nivel temático e ideológico, la inesperada, poética y significativa irrupción en el mundo blanco de los «ticos 2» de un personaje popular de raza negra, «la Negra Rosa de los Vientos», truculento guía espiritual del personaje protagónico.
En cuanto a la comicidad, a la risa, que se nos presenta desde la portada como uno de los resortes mayores del texto y brota efectivamente de no pocos personajes y situaciones de Mundicia, también habrá de revestir, como ya lo puede intuir el lector, una pluralidad de modalidades y hasta aspectos contradictorios, por ser la misma denominación «farsa épica» nada menos que un provocante oxímoron. Otro indicio de la complejidad de esa risa lo constituye el primer epígrafe: una incómoda, paradójica cita de Emmett Grogan, seudónimo del escritor estadounidense Kenny Wisdom (1944-1978), símbolo de la rebeldía radical del «Movimiento hippie» de los años sesenta, que reza así: «El único problema es que vivían en un mundo en el que había que reírse demasiado». ¿Cómo tomar tal afirmación? En sentido irónico, se supone, como antífrasis que apunta a denunciar las rigideces de un sistema deshumanizado, de mortífera seriedad, enemigo de la risa crítica y liberadora. A no ser que el exceso de hilaridad, aquí señalado con la tranquila y falsa contención propia del humor, sea de hecho la amarga respuesta a un inquietante recrudecimiento de tensiones existenciales sólo superables por la explosión de la risa. O quizás corresponda esta enigmática risa a una reacción artificial, forzada, a una nueva imposición social, surgida de no se sabe qué implacable poder.
Sea lo que fuere, Mundicia se nos presenta a primera vista, de eso no cabe la menor duda, como una novela entretenida cuya dimensión cómica nace de entrada, cabe señalarlo, de su gran vitalidad y creatividad verbal. Es una novela lúdica, rebosante, como el género satírico en el que se inspira, de juegos con el lenguaje —lenguaje culto, pero a menudo entreverado de lenguaje popular, callejero y hasta ordinario por momentos— de los que saca efectos irresistibles. Desde el comienzo la novela se coloca bajo el signo deliberado de la ambigüedad, la cual no deja de acicatear, evidentemente, la curiosidad del lector. Así, por ejemplo, el extravagante nombre del protagonista, Cabizmundo, que más suena a apodo que a nombre, no puede dejar indiferente a nadie. Si bien se nos afirma en la novela que se le dio al niño tal nombre cuando nació, en homenaje a su difunta madre injustamente preocupada por la posición de la cabeza de su hijo, a nadie se le escapan las posibles interpretaciones simbólicas de semejante apelativo. Interpretaciones nada unívocas, sin embargo, pues en determinado momento de la ficción a Cabizmundo le sale un doble, nombrado Meditabajo, que nos obliga a analizar más a fondo la primera y básica denominación del personaje.
Meditabajo —notemos el registro culto del lenguaje y la significativa presencia del adverbio «bajo»— se nos aparece en el texto como una emanación, un producto de los fantaseos del angustiado Cabizmundo —nombre, en cambio, de popular consonancia, indirectamente relacionado, como lo veremos a continuación, con el refranero. Es definido como el propio «perseguidor» de Cabizmundo, representa de alguna manera las pulsiones mortales que amenazan con destruir el frágil equilibrio psíquico de Cabizmundo. Si Meditabajo representa el ensimismamiento, la reflexión solitaria, el repudio del mundo, la tentación nihilista, veleidades incendiarias y hasta suicidas, postura que será sin embargo descartada al desvanecerse finalmente este doble, enternecido a último momento por la belleza del jardín —entiéndase del mundo exterior— , Cabizmundo, por su parte, está ligado al mundo de afuera, a las realidades concretas, socio-políticas, que intenta modificar, en una palabra, a las pulsiones de vida a las que su madre moribunda le exhortó a permanecer fiel. Contrastan, pues, las tendencias descendentes del uno (el pesimismo) con el movimiento ascendente que anima al otro (el optimismo).
Como puede advertirse en esta novela, la onomástica, truculenta, constituye un dispositivo determinante en el entramado simbólico del sentido. Cabizmundo: el jocoso nombre, que remite abiertamente al cuerpo —ese cuerpo revalorizado y enarbolado con desenfado y hasta cierta crudeza en este texto satírico, ajeno al recato preconizado por la cultura de los letrados — no puede suscitar aquí sino la risa, pues descansa en un malentendido inicial, subrayado por un retruécano en que se pasa del sentido propio al figurado y se juega además con las aliteraciones: la cabeza del niño no planteó en efecto ningún problema en el alumbramiento, en cambio, «Cabizmundo vino al mundo con mala pata: traía la pata buena, pero en el parto se la estropearon». El error identitario parece marcar desde el inicio la vida del personaje. Lícito es preguntarse si toda la vida de Cabizmundo no habrá sido un equívoco, desde que abandonó a regañadientes la matriz y «se lanz[ó] desde el tobogán», aceptando tímidamente que «eso de vivir comenzaba a hacerse divertido».
Cabizmundo: el nombre podría remitir entonces a la desatinada, pero muy humana pretensión del hombre de ser «cabeza del mundo», a cierto sentimiento prometeico de la vida, a una sensibilidad épica, e incluso a cierta afición atávica al pensamiento utópico. Cabizmundo podría situarse, hasta cierto punto, en la línea de Segismundo, el calderoniano héroe de La vida es sueño. A no ser que, al contrario, este nombre remita más prosaicamente al desorden del mundo, que anda poco menos que «de cabeza», como lo da a entender la novela en reiteradas ocasiones. También podría interpretarse irónicamente este apelativo: Cabizmundo —nótese bien la central y significativa «z»— vendría a ser entonces una mera antífrasis destinada a evidenciar la poca relevancia de quien anda frecuentemente en el texto abatido y deprimido, «cabizbajo», reducido de hecho a no ser más que «cabeza de ratón» en el maremágnum del mundo. Divertido resulta para el lector este tironeo lúdico entre una pluralidad de acepciones siempre movedizas, que quizás tenga en parte su origen en un juego infantil muy conocido, aparentemente, en el Buenos Aires de hace unas décadas, y consistente en responder a la trivial pregunta: «¿Cómo te va?», «Cabizmundo y meditabajo», con un sabroso quiasmo y una popular deformación del culto adjetivo «meditabundo».
Esta broma aglutinante es indiscutiblemente divertida, pero sólo a medias finalmente. ¿Acaso no es la risa, como nos lo recuerdan los análisis de Baudelaire en De l’essence du rire3 un fenómeno fundamentalmente contradictorio, signo de la grandeza infinita y la miseria igualmente desmesurada del hombre? Cabizmundo será finalmente ese personaje contradictorio que habrá de provocar a la vez risa y compasión cariñosa, por sentirse el lector superior al personaje cuando éste se ve involucrado en ridículas situaciones que él mismo contribuye a crear (véanse, al final del texto, sus aspavientos desordenados y sus vanas amenazas), y sin embargo profundamente identificado con su humano y aleatorio destino.
De las «convulsiones nerviosas», los «espasmos involuntarios», en suma, de la estruendosa hilaridad del reidor a la cual se asoma Baudelaire, analizando los diversos tipos de risa y su significación, nos brinda Mundicia sugestivas muestras. Buen ejemplo de ello es, en la cuarta secuencia del capítulo uno, la reacción desorbitada de los niños, pronto imitados por los adultos del vecindario: en una suerte de irreprimible «crescendo», sus iniciales estallidos de risas dan paulatinamente pie a aplausos, luego a una nueva onda de risas, a abucheos, y finalmente a una inmisericorde fiesta con guitarras, maracas y hasta trompeta, que responde hiperbólicamente al «sereno bailecito en el umbral» del apocado Hilario, arrancado brutalmente al sueño por su esposa Saturnina, literalmente fuera de quicio y ocupada en golpear y patear bestialmente la puerta del hogar conyugal.
La risa potente, que brota aquí como un chorro, provocada por el total descontrol del personaje femenino, su animalización reptante y su mecánica actividad, es una manifestación entre otras tantas de esta comicidad ruidosa que recorre ciertas páginas de la novela. Pero este tipo particular de risa no agota en absoluto la riqueza psicológica que reviste el fenómeno de la risa en el texto. Se despliega en efecto en Mundicia todo un abanico de risas: al principio risas francas y espontáneas, pero también risas «livianas», aéreas, un tanto frívolas, superficiales, desprovistas de intenciones realmente críticas, que hacen eco a un joven personaje femenino llamado precisamente Liviana, hermana de Cabizmundo y amiga de vivir al día, sin mayores inquietudes ideológicas; risas maliciosas de aleatorio encasillamiento cuando son de locos o de atrasados mentales (véase el caso de Hilario, ¿feliz o inquieto?, frente a su rompecabezas); risas nerviosas, muestras de incomodidad y duda frente al Otro, a aquel a quien se supone y considera tal vez demasiado precipitadamente como ridículo: risas lentas e inquietantes, que traslucen rechazo e incomprensión: carcajadas paradójicamente tristes en la noche cerrada, como lo insinúa el segundo epígrafe: notas disonantes, en fin, que tienden a ensombrecer el ambiente general del texto. No nos olvidemos de otra sutil y recurrente modalidad de la risa en Mundicia: la sonrisa, discreta, contenida, comprensiva de ciertos personajes, desprovista de la carga hiriente de ciertas risas —punzantes como «dagas», en palabras del narrador—, que no consigue, sin embargo, ocultar la patética y hasta trágica naturaleza de ciertas risas desesperadas. Asomémonos al ilustrativo caso de Hilario, el hombre-pájaro4.
"Hilario entró en el salón. Venía gritando cosas que al principio no entendimos, riendo como un endemoniado, con la cara sudada y los ojos brillantes. Después comenzó a agitar los brazos y entonces vimos que había cosido a la camisa cientos de hojas de papel. No faltó quien se riera pensando que era una broma, pero cualquiera que conozca a Hilario sabe que él jamás, y menos con algo tan raro. Caminó directo hacia la ventana, siempre riéndose, siempre agitando los brazos, gritando lo que ahora comenzábamos a entender: decía que era pájaro, que iba a volar, que por fin se largaría del Banco. […] decía que lo dejáramos volar, que ya veríamos, nada más un viajecito corto, una vueltita sobre la Avenida, ir al poste de la luz y volver".
Más allá de toda anécdota, intentemos desentrañar ahora, aunque sea burdamente, el significado general de la risa. Empecemos por definirla someramente. Como lo dan a entender los diccionarios, la risa es, para los más, una manifestación corporal particularmente llamativa que implica una notoria alteración física: determinados sonidos producidos por la alegría, ciertos movimientos de la boca, una expresión general del rostro. Para sus detractores, que no escasearon en los siglos anteriores en el mundo occidental, la risa corresponde a una pérdida de dominio, un descontrol («Le Sage ne rit qu’en tremblant», terrible máxima recordada por Baudelaire). Para Freud5, cuyos análisis cuentan, a nuestro entender, entre los más esclarecedores, la risa es por esencia una energía acumulada y brutalmente liberada por un sujeto que así se alivia, respondiendo de esa manera a esa otra energía utilizada por él para censurar y reprimir. La socialización del hombre, que va de la mano con las inevitables censura y represión, por una parte, y por otra con la sublimación, muestra sin embargo sus limitaciones. Momentos hay en que frente al exceso individual, la ruptura del orden, el atropello a las buenas costumbres, o simplemente a las pautas habituales y colectivamente asumidas, surge la risa. La risa, fenómeno compensatorio, constituye para el sujeto un inconsciente desquite de las imposiciones sociales.
Este rápido resumen de la teoría freudiana nos permite comprender mejor la naturaleza compleja de las situaciones cómicas que se dan en Mundicia. Gracias a Cabizmundo, Hilario, Anselmo y unos cuantos personajes atípicos, más o menos asociales, marginados o extravagantes, cuya función consiste precisamente en revelarnos la otra cara de la realidad, con sus arbitrariedades, sus desconcertantes e irracionales aspectos, se aflojan las tensiones. Porque engendran la risa o la sonrisa, sus aventuras grotescas o burlescas permiten al lector sustraerse por unos instantes de la tiranía uniformizante y repetitiva de la Norma, del habitual y previsible flujo de la vida cotidiana: sentirse superior al personaje percibido como cómico, y por tanto momentáneamente desvalorizado, sin dejar por eso de demostrar cierta comprensión hacia el infractor cuya transgresión, por insólita que parezca, encuentra en él un eco, en mayor o menor grado, y quizás hasta una forma de inconsciente complicidad.
Pero ¿de qué se ríe exactamente el lector de Mundicia?, cuya risa, desde luego, no coincide necesariamente con la totalidad de las reacciones burlonas de los personajes ficcionales, por estar él en gran parte identificado con el entrañable protagonista Cabizmundo. (Excusado es decir que de las risas mediocres, malvadas, pérfidas, devastadoras de ciertos personajes secundarios se distancia el narratario de la novela.) Continuemos, pues, para saber qué motiva la risa del lector, con un rápido rastreo ya no de la onomástica —por obvias cuestiones de espacio—, sino de los topónimos, algunos de ellos particularmente jocosos. La acción de Mundicia transcurre en un país —una isla, aparentemente—, antiguamente designado por los «invasores» con el paradójico y engañoso nombre de Malparaíso, porque pese a las bondades del lugar, atendiendo a los sufrimientos padecidos por las expediciones anteriores y a los muchos compañeros caídos en el combate, decidieron nombrar así al lugar para rendirles homenaje, a no ser que se trate —puede pensar el sagaz lector — de una vulgar forma de exorcismo de la desgracia (algo parecido pasó, como es sabido, con la denominación falsamente tranquilizadora «Océano Pacífico»). La parodia de las cartas de relación y de la prosa colonial en general, a través de un sabroso juego de inversiones deliberadas y de denigrantes expresiones, resulta aquí manifiesta. Con los míticos y archiconocidos referentes espaciales (El Dorado, por ejemplo) se mezclan puros inventos verbales llenos de hiel, como Puerto Cloaca ( eco directo del auténtico Puerto Limón costarricense de la costa atlántica), que todos concurren a evidenciar las fealdades de la Conquista.
Pero en esta novela satírica que apunta a desacralizar no tanto el pasado colonial, como la vida nacional contemporánea, pronto se deja fuera el nombre «Malparaíso», abandonado en favor de una nueva denominación, harto provocadora ella también: Mundicia. Éste es el moderno apelativo del país, jocoso por contradictorio y conflictivo. Reverenciada herencia del pasado aborigen, como puede pensarse primero, el topónimo Mundicia bien podría tapar, no obstante, realidades menos halagüeñas. Si para algunos ilusos Mundicia tiene, en efecto, como raíz la noble y algo ampulosa palabra «mundo» legada por los antepasados nativos6, sinónimo de centro, eje, ombligo del universo (como el Cuzco de la civilización incaica, pensará el lector culto), para otros más clarividentes, en cambio, Mundicia, como lo sugiere humorísticamente el narrador, no sería sino la hábil contracción de un maloliente vocablo, «inmundicia», un efecto del «pudor nacional», amigo de litotes, eufemismos, enmascaramientos de toda clase, en una palabra, de esas socorridas nieblas mistificadoras que evoca la novela de Rodrigo Soto en el sugestivo episodio del «gerente de la fábrica de niebla»7
Cualquiera que sea la interpretación del topónimo con la que se quede el lector, éste no puede dejar de escuchar las versiones disonantes que socavan cómicamente la univocidad del discurso oficial, poniéndole en guardia contra su falsa transparencia. Porque en Mundicia la risa tiene precisamente como función principal el cuestionamiento de las mentidas certezas del orden establecido. El lector se halla confrontado a lo que llamara Baudelaire la «comicidad significativa» («le comique significatif»), o sea, una forma de comicidad dotada de un blanco precisamente definido, fundada en presupuestos racionales, lógicos, en resumen, en un anhelo utilitario. Esta «comicidad significativa» es justamente la que encontramos en Mundicia, cuyos tres capítulos hasta podrían leerse como una suerte de alegoría social, resultado de la experiencia existencial de Cabizmundo.
Prueba de ello son los pasajes deliberada, casi agresivamente desmitificadores de la novela en los que tanto Cabizmundo como el loco Anselmo se esfuerzan por rebatir la muy enraizada tesis oficial del carácter insular de Mundicia. Pues el mito de la isla, «una rosa en el berenjenal del mundo», expresión que esgrimen con rabia recurrente varios personajes, es propalado por los medios oficiales con fines anestesiantes. Cuanto más progresa la novela, más claro se le hace al lector que ésta echa sus raíces en una sociedad determinada y nada idílica. La universalidad del nombre Cabizmundo se atenúa, relativizándose. No es casualidad si, en cambio, va ganando terreno la expresión « vida nacional » y si se multiplican las voces y modismos centroamericanos, es más, costarricenses, que consolidan el anclaje nacional del relato. Surgen también referencias históricas veraces, alusiones a acontecimientos sonados, rayanos en ocasiones en el trauma nacional (véase la evocación burlesca y trágica a la vez de la gran huelga de las plantaciones bananeras del año 1934, en la que los peones indefensos tiran desde el cielo sobre los soldados armados irrisorias «bolsitas de caca de mono congo»), nombres de figuras prominentes y conocidos movimientos políticos. Muchas son las secuencias que subrayan cómicamente las fallas más chocantes de la sociedad costarricense: su hipocresía, irrespeto, mercantilismo, gusto por las manipulaciones más dudosas, como bien lo muestra el burlesco episodio del joven y famélico predicador pagado para arengar a las masas, amenazándolas con las llamas del Infierno, y vuelto blanco de la réplica frutal de un Cabizmundo indignado y por esta vez eficiente, en medio de un encendido mosaico de colores digno de la paleta del mexicano Tamayo.
"Cabizmundo sintió que una llama azul le nacía en su vientre y le llenaba el pecho. Fiel al fuego, introdujo su mano en un cajón lleno de marañones y sin pensarlo más, se los lanzó al predicador. El hombre recibió impávido la andanada, entre risas primero titubeantes y luego desatadas. La barbilla del tipo tembló, sus ojos se desencajaron, una mano comenzaba a levantarse severa, admonitoriamente, cuando una nueva andanada, esta vez de jocotes, lo obligó a desistir.
En pocos segundos se desató la batalla. Volaban marañones, guayabas y caimitos. Los profetas intentaron resistir pero lo encarnizado del ataque los obligó a refugiarse. A cada admonición, a cada amenaza ultraterrena se respondía con ráfagas de fruta"8.
Dos episodios, sin embargo, particularmente aleccionadores y divertidos, merecen especial atención: el de tónica fantástica de las estatuas proliferantes, y el de los «drilococos áureos». Con las estatuas invasoras de los parques, de reproducción descontrolada, se ridiculiza la enfermiza creación de inútiles monumentos conmemorativos destinados a perpetuar, de hecho, la gloria pasada de los próceres, o sea, a forjar arbitrariamente para las generaciones presentes y futuras una memoria nacional unívoca, al servicio de la clase dirigente. En cuanto a los «drilococos», arbitrariamente autobautizados «áureos», resultan sumamente dañinos, como lo sugiere la proximidad fónica entre las dos expresiones «drilococo áureo» y «estafilococo dorado», por tener, como bien se sabe, los prosaicos, pero no por eso menos terribles estafilococos dorados, mortales consecuencias. Recortándose con aires de grandes humanistas sobre un «arcádico paisaje de fondo» de pacotilla, estos curiosos bichos (de posible filiación cortazariana) no consiguen hacernos olvidar, pese a sus artificiales y programados lagrimones, la nocividad de su poder. De un poder que presenta no pocas similitudes con la tan cacareada democracia y el liberalismo costarricenses, de engañosos rituales patrios, huecas mitologías, y mentidos éxitos urbanísticos y sociales — puro espejismo, pura pompa de jabón, pura vanidad, parece decirnos la novela, cuya capital se llama jocosamente Pompópolis. Es, por consiguiente, todo el sistema político y social de Mundicia el que se vuelve el blanco privilegiado de esa «comicidad significativa» evocada por Baudelaire. Es el carácter manipulador, tergiversador, embaucador de sus élites, puesto de realce por los ampulosos y arbitrarios topónimos, el que denuncia la sátira.
Preciso es decir, sin embargo, que también son objeto de mofa ciertos círculos restringidos, minoritarios, a decir verdad, de intelectuales, llamados con humor en la novela «los dialécticos». Desprovistos de poder real, su única ocupación parece consistir en amistosas tertulias y lides verbales en las que se esfuerzan por revivir, no sin humor, la ya anacrónica fraseología marxista.
"En ese momento entró al bar una hermosa mujer. Pasó junto a los dialécticos y se sentó en una banca cercana.
—¿Viste qué antítesis? —Cabizmundo miró el resplandor en los ojos del de barba.
—¡Y las tesis ! ¡Y las tesis ! —apoyó, entusiasta, el de lentes redondos.
—A mí no me la hace —discrepó el tercero—. Es una de las que capitalizan miradas, colonizan el deseo, acaparan nuestra plus-valía de asombro.
Fue tan contundente que los otros estuvieron de acuerdo" 9.
Hermanos son, de alguna manera, de los «tristes monstruos de peluche», barbudos, entrecanos, gafosos, o sea, de los letrados objetivamente derrotados por el mercantilismo imperante, pero amigos y defensores empedernidos de la cultura. Ni éstos ni los «dialécticos» , vestigios de una generación impetuosa en vías de desaparición, últimos representantes de una gran familia idealista que se resiste a morir , están libres de defectos, pero la risa que suscitan sus inocuas manías es benevolente, fraternal, profunda, anclada en una Historia que ciertos lectores quizás hayan compartido o conocido más o menos de cerca.
Sin embargo, por muy dura que sea la vida tanto en Mundicia como fuera de sus fronteras —piénsese, por ejemplo, en la desastrosa «peregrinación» de Liviana en el extranjero, manifiesto correlato de la «peregrinación» de Cabizmundo por el Cerro de la Muerte—, por muy marcada que sea la temática de la soledad existencial, perceptible desde la alusión inicial a la condición de huérfano del protagonista, no hay lector de Mundicia que no advierta la tónica poética, fantasiosa, que impregna toda la novela. El texto está como animado por una suerte de inocencia infantil (véase el episodio en que Cabizmundo, niño, rivaliza con Ultra Man, «surc[ando] los cielos» en busca de un amigo con quien dialogar, de alguien a quien amar), juega con la magia propia del cuento de hadas, retomando su tónica y personajes, invirtiendo paródicamente sus signos, como en los episodios del ciego y finalmente simpático «dragón comedor de estrellas» y de la «gran vaina dorada», se va cargando de un onirismo cada vez más extravagante y proliferante en que se mezclan tiempos y lugares, referencias cultas y populares —hispanoamericanas y anglosajonas—, intertextos de los cuatro confines del mundo, delicadeza y procacidad, dando pie a un verdadero torbellino verbal10.
Decididamente, esta «farsa épica» se resiste, para mayor placer del lector, a la mera intención didáctica, al tono asertivo propio de la «comicidad significativa», y perceptible aquí, específicamente, en ciertas secuencias encabezadas por contundentes fórmulas11. Arrebata al lector, confrontándolo a un torbellino de fragmentos narrativos meramente juxtapuestos, casi autónomos, que hasta podrían saborearse por separado, y que el lector politizado, desde luego, irá juntando más adelante, dotando las diversas piezas del rompecabezas de un sentido unitario. Pero el lector poco interesado por el alcance ideológico de la ficción, pero sí sensible a la función poética del lenguaje, no dejará de apreciar esa forma específica de comicidad llamada por Baudelaire «comicidad absoluta» («comique absolu»), propia inicialmente del Romanticismo alemán y caracterizada por su indiferencia ante las finalidades ideológicas, la intencionalidad racional demostrativa, y presente justamente en Mundicia. Algo del espíritu de la «soñadora Germania», del excéntrico Hoffmann parece latir por momentos en Mundicia. La fantasía desorbitada, el vértigo de la «comicidad absoluta» asoma, por ejemplo, en los episodios, breves o extensos, en que intervienen los animales. Así se va configurando en la novela una suerte de bestiario fabuloso que, si bien no es ajeno a ciertas inquietudes ideológicas formuladas en el texto, no deja de abrirnos las puertas de un universo imaginario exuberante, que sea el de Costa Rica —con su flora y fauna de belleza renombrada—, respuesta fastuosa al decepcionante mundo urbano descrito en la novela, o el de personajes de imaginación enfebrecida como Cabizmundo.
Al inquietante pasaje —teñido de una angustia muy cortazariana— sobre los zanates, «esos pájaros robustos, chillones que atraparon la noche en sus plumas tornasol» y terminaron por tomar la ciudad, sucederá la cómica evocación de las «mariposas a las brasas», de que tanto gustan los esnobs europeos, o de los pericos, o de los monos cagadores, o de «doña tigre» y «doña culebro», y hasta de la solitaria, «serpiente larga de la soledad» finalmente vencida, que quedó grotescamente en la «bacinica azul […], temblorosa, lívida y jadeante», liberando las entrañas del pobre Cabizmundo de esa «valla densa y viscosa [que] lo separaba del mundo». En cuanto al desrealizador episodio —a lo Lewis Carroll— del gato Abundio12 , gruñón, quejicoso, dado al «vicio de la nostalgia», siempre temeroso de imaginarios peligros, gato sin fe que se condenará finalmente, como el personaje de Tirso de Molina13, atrapado y tragado «por el recuerdo», da cuenta cabal de la doble lectura posible de semejantes pasajes: la ideológica, siempre latente, que exalta la acción presente y la resistencia, y la poética, en la que el lector se entrega totalmente a la furia expansiva de la fantasía.14
Sin embargo, pese a la presencia reconfortante y dinámica del mundillo animal —el «gavilán, las oropéndolas, el búho, el tucán y el colibrí»15 resisten valerosamente los embates de la modernidad—, el «delirio» y la desesperación del protagonista van reemplazando paulatinamente su «justa euforia» de las primeras páginas, su contagiosa exaltación. No es fortuita la multiplicación en el tercer capítulo de vocablos pertenecientes al campo léxico de la locura (en sentido estricto o lato, sin embargo). Si los tres «golpes» supuestamente revolucionarios y todos fallidos, si las tristes y patéticas «payasadas» de Cabizmundo continúan moviendo a risa a ciertos personajes secundarios de la novela —risas fugaces, superficiales, pronto apagadas, más bien de asombro e incomprensión, o risas devastadoras y asesinas—, la risa del lector, por su parte, va adquiriendo visos sombríos.
Parece como si surgiera por momentos del humor negro, bilioso, de una medieval melancolía, y otras veces —las más— de un moderno, difuso, pero no por eso menos abrumador sentimiento de disforia. Se ríe por no llorar —risa cuya esencia trágica bien percibieron ciertos románticos franceses16 —, ante el fracaso de una estrategia inadaptada, que gira en el vacío y no encuentra interlocutor, pero de nobles objetivos. Y termina la risa del lector por hacerse más reticente, por apagarse sola al contemplar el triste balance de la trayectoria existencial de Cabizmundo. Mundicia, que puede leerse como una «novela de formación», tal como la definieran Lukács y Goldmann, nos presenta en efecto al héroe abatido, al individuo inerme, ya incapaz de rebeldías y transgresiones liberadoras, al término de su enfrentamiento con un mundo cuyos valores acaban por imponérsele. Sin embargo, es finalmente una sonrisa compasiva la que reserva el lector a Cabizmundo, su doble, su alter ego, duramente afectado por la hostilidad del mundo y la incomprensión de sus semejantes, alejado ya de la tentación épica, pero no muerto, como lo insinúan las últimas líneas de la novela, que señalan simbólicamente la obstinada persistencia de la vida:
"Se acercó. Entonces pudo ver el agua golpeteando contra la ribera, su mínimo vaivén lamiendo el pasto. Dos libélulas entrelazadas volaron: ahora en esta dirección, ahora en su opuesta, flechazo tornasol que mediante un rápido descenso besó la superficie para que las nubes se arrugaran en círculos concéntricos.
Despacio, demorando deliberadamente el movimiento, se acuclilló. Quizás fue su meñique el que con suavidad se introdujo en el río.
Las lentas aguas fluían.
A pesar de todo.
Fluían".17
Una vez superado el episodio depresivo, ¿serán la contemplación solitaria del mundo, el abandono al fluir del tiempo, la aceptación de la triste farsa de la vida, en una palabra, el repliegue metafísico, la única respuesta de un Cabizmundo otrora efervescente, que parecía destinado a la protesta y la resistencia, y que descubre alelado su antiheroica condición?
NOTAS
1. Rodrigo Soto nació en San José, Costa Rica, en 1962. Escritor y cineasta. En 1982 publicó su primer libro de cuentos, Mitomanías, que mereció el Premio Nacional de Cuento Aquileo J. Echeverría de ese año. Posteriormente publicó las novelas La estrategia de la araña (1985) y Mundicia (1992), así como el cuaderno de gráfica y literatura Colección del sótano (1986), y el relato La torre abolida (1995). Dicen que los monos éramos felices, su segundo libro de relatos, resultó finalista en el Premio Literario «Casa de las Américas», Cuba, en 1992.
2. La población de Costa Rica es fundamentalmente blanca, distinguiéndose por su uniformidad de tipo, ya que en su mayor parte desciende de inmigrantes gallegos, comúnmente llamados «ticos». Integra, sin embargo, cierto porcentaje de mestizos, mulatos y negros.
3. Baudelaire, De l’essence du rire et généralement du comique dans les arts plastiques, en Œuvres complètes, Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, 1976, tome II, pág. 525.
4. Rodrigo Soto, Mundicia, Editorial de la Universidad de Costa Rica, 1992, pág. 15.
5. Sigmund Freud, Le mot d’esprit et ses rapports avec l’inconscient, Gallimard, 1930, pour la traduction française.
6. A decir verdad, el nombre Veragua, de origen español ( y contraccióin de «verdaderas aguas»), fue el apelativo que se le dio a Costa Rica en la época colonial.
7. Rodrigo Soto, op. cit., págs. 32-34.
8. Ibid., pág. 27.
9. Ibid., capítulo uno, pág. 40.
10. Ibid., págs. 49-55.
11. Nótese, por ejemplo, el comienzo de ciertos episodios de la primera parte de la novela: «Nunca…» (capítulo 3, pág. 20), «Nadie…» (capítulo 3, pág. 21), «No había estrellas…» (capítulo 3, pág. 22).
12. «Terminaron conociendo a Abundio, el gato gris que vivía de las ratas de los alrededores. Era serio, amargo y tristón, aunque de vez en cuando hacía gala de un excelente sentido del humor. Siempre que iba a salir de cacería decía que la cosa estaba mal, y que tiempos como los de antes nunca se volverían a vivir: ahora un carro te podía aplastar, o en el momento menos pensado caías en una alcantarilla llena de ratas…Todo se había confundido, a juicio de Abundio, el gato tristón. […] No murió devorado por las ratas ni aplastado por un carro. Se lo tragó el recuerdo. Un buen día Liviana y Cabizmundo vieron cómo una enorme boca azul salida de la nada se acercaba a él mientras dormía, y nada pudieron hacer para evitar la silenciosa dentellada con que lo devoró. Abundio no maulló, no hizo un movimiento para evitarlo: se dejó raptar por aquel largo bostezo sin intentar siquiera alguna resistencia.» (Mundicia, págs. 23-24)
13. Tirso de Molina, El condenado por desconfiado.
14. Véanse también las desenfadadas páginas 53-55en las que se intenta en vano definir la personalidad de Cabizmundo («célibe, aberrado, machista, violador, amante y compañero», o «casi un santo», o «un gran amigo, yo fui víctima de su amistad»), y que terminan con:
Un enano: Nunca se reía.
Otro enano: Se reía poco.
Gruñón: Era un imbécil que jamás dejaba de reírse
15. Ibid., págs. 21-22.
16. Alfred de Musset , «Une soirée perdue», in Poésies complètes, Bibliothèque de la Pléiade, 1962, pág.389: «Quelle mâle gaieté, si triste et si profonde/ Que, lorsqu’on vient d’en rire, on devrait en pleurer !»
17. Ibid., pág. 94.
A PARAITRE AUX PRESSES UNIVERSITAIRES DE ROUEN |
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