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El espejo, el andrógino y la madre
María Lourdes Cortés.

Figuras en el espejo , de Rodrigo Soto, es un texto que se ha ido construyendo durante una década. Un texto de textos, de fragmentos, que han ido conformándose para aparecer hoy como una unidad plural, un libro que puede ser leído tanto como compuesto por cuatro relatos independientes, o como novela en partes fragmentariamente conectadas.

Mi lectura se encamina en la última vía, la de considerarla novela en cuatro relatos. Por ello, busco los elementos de coincidencia de dichos textos -gestados en momentos muy diversos- y que nunca se habían pensado como unidad. Al igual que la ya clásica Rayuela , de Julio Cortázar, Figuras en el espejo es un texto modular, que invita al juego y al diálogo.

Novela en cuatro relatos

Antes de penetrar al análisis del conjunto como totalidad, revisaré someramente los elementos principales que cada uno de los relatos desarrolla:

“Los petroglifos”, se plantea como un contrapunto entre las voces infantiles de 6 niños y la retrospección de una voz adulta –luego sabremos que es la de Oswaldo- recordando tanto una relación amorosa como algunos incidentes de esa época infantil, entre los cuales el más importante es el descubrimiento de una serie de petroglifos.

La pluralidad de voces infantiles -Toni, Ana, Oswaldo, Caco, Milena y Güicho- es aparente, porque en realidad éste es un discurso unívoco: el de los estereotipos y prejuicios de la clase media josefina en la década de los sesenta e inicios de los setenta.

Y es que bajo la aparente ingenuidad del discurso infantil se muestra lo que esta sociedad ha ocultado: el no dicho, los tabúes, la violencia y agresión intrafamiliar. “De eso no se habla”, podría ser la frase que conecta todas las voces de los niños. Como dice Caco:

“Mamá y él no se quieren, los oí cuando hablaban de eso. Pero esas son cosas de las que prefiero no hablar.” (1)

El miedo a hablar y a enfrentar sus problemas, dentro y fuera de los ámbitos familiares, es lo que hace uniforme este mundo infantil y permite bosquejar un retrato de la institución familiar a la imagen de un círculo cerrado del infierno:

“Como dice Chuz, esas son varas nuestras, de la familia. ¿Acaso yo le ando preguntando a Waldo porque Mariana es renca? Y unos tíos de los Capra tienen encerrado en el cuarto a un hijo mongolito, no lo sacan ni siquiera al patio. ¡No seás hujueputa, eso sí es ser sarna!” (2)

El relato, no solo en su estructura contrapuntística, sino en esos “no dichos”, va presentando una visión del mundo como doble, de lo que se ve y lo que se oculta, del ser y parecer.

El segundo texto que da el título al conjunto “Figuras en el espejo”, se encadena con el anterior al ser Oswaldo uno de los protagonistas. Es un relato que, como el primero, parece sencillo: se trata de una visita. Claro está, es una visita a lo Chejov, donde todo lo que pasa es debajo de la mesa, en el reino del implícito.

Marcela es una exalumna de Ariel, profesor que estudió en París. Ariel la invita a cenar a su casa –ella está de paso en Costa Rica pues vive en San Francisco- y ésta le pide a Oswaldo –medio escritor y medio productor de videos- que la acompañe. Llegan y allí está Gina, la esposa de Ariel, antropóloga que ahora se dedica a cuidar a su niña.

Conversan. No pasa nada y pasa todo. Todo a nivel de desencuentros y permanente tensión. No es solo la familia la que se vive en el desdoblamiento del ser/parecer, sino también la vida social en su totalidad.

No en vano, el texto alude al cuadro de Francisco Amighetti, “La Gran ventana” -en la que unos borrachos observan pasar una procesión- que simboliza el mundo dividido en dos espacios que no se tocan: el adentro y el afuera. Asimismo, es constante la referencia al teatro –también espacio doble de inclusión y exclusión- como metáfora de lo que se está viviendo en la cena.

El tercer texto “Gina”, se encadena pues es el mismo personaje que hemos visto en el relato anterior. No obstante, en Gina la “procesión” del cuadro de Amighetti va por dentro, como se dice popularmente. La división está en el personaje femenino escindido entre la libertad que le da su profesión frente a los códigos sociales que se imponen a la mujer-madre.

Finalmente “El tigre frente al aro de fuego” retoma al personaje de Oswaldo, pero en una etapa de mayor madurez con respecto al personaje de la cena del segundo relato. Después de un recuento de su vida amorosa, Oswaldo se presenta más o menos listo para enfrentarse, no solo a una nueva relación afectiva, sino sobre todo a su propio yo, a su identidad.

En este sentido, el texto en conjunto se puede leer como una “novela de iniciación”: del Oswaldo niño, al de la primera juventud donde uno cree que “todo es una mierda” y, finalmente, al de una cierta madurez, con una visión más clara de sí mismo y de su relación con la sociedad.

No obstante, lo que me interesa es plantear este desarrollo, considerando a los personajes de Oswaldo y Gina como unidad, observando cómo el texto, lo que pone en escena es justamente la constitución de este sujeto fragmentado en unidad. Lo que el psicoanalista francés Jacques Lacan llama “el estadio del espejo” y que nos conduce directamente al título.

De espejos y espejismos

En las búsquedas personales tenemos caminos que van desde el psicoanálisis hasta las drogas alucinógenas, según el gusto de cada quien. No obstante, es evidente que el espejo es el primer objeto al que nos aproximamos ante la pregunta de ¿quién soy? ¿ese soy yo? “Espejito, espejito, quién es la más bonita...”, decía el cuento infantil que mi mamá me leía y la más bonita siempre era yo.

Para Lacan, todo niño nace como una entidad fragmentada y no es sino hasta que ve su imagen reflejada –lo que él ha llamado el “estadio del espejo”- que el niño experimenta esa unidad, que reemplazaría la experiencia fragmentada anterior. Entre el niño y su reflexión se produce una identificación total y sólo mediante el conocimiento de su imagen como unidad el sujeto se constituye, confundiéndose con su imagen. Es la trampa del ego que nos hacemos todos los días. (3)

Y es esta constitución del sujeto, como unidad a partir de la fragmentación, lo que el texto plantea en su conjunto. Si bien donde es más evidente es en el personaje de Gina que busca los signos de su yo, justamente en el espejo del mar:

“...ese mar tornasolado es un espejo que le permite mirar hacia dentro.” (4)

dice el narrador. En el espejo nos conocemos y al espejo del mar es al que se aproxima el personaje, después de un recorrido interior que la ha llevado a romper con Ariel y a comenzar una nueva vida en un pueblo del Cáribe junto a Marvin, un negro de la zona.

Y es frente a ese mar donde también Gina, al encontrar su identidad individual, conecta con una identidad colectiva, al sentirse, por primera vez, parte de una comunidad. El espejo, no es solo el de los personajes como individuos, sino el del país como nación.

Por lo tanto, la búsqueda de “figuras en el espejo” es un constante ir y venir entre la búsqueda identitaria del yo y de la colectividad que lo incluye.

¿Quién soy y quién es Costa Rica, país que habito y que me habita?

Los personajes principales son representantes típicos de la Costa Rica del Valle Central pero no buscan en las huellas evidentes de esta identidad construida, sino en los márgenes, en lo que el país ha excluido de su espejo: la Otra Costa Rica: la indígena y la negra.

Las huellas de ese país que “somos y no somos” es lo que los niños encuentran en los petroglifos, perdidos en las entrañas del tiempo. Dice el narrador:

“Me interrogan y yo los interrogo. Aunque no son preguntas; son solo esas dos presencias –los petroglifos y yo-, y un silencio tenso entre los dos, uniéndonos.” (5)

(Ese silencio tenso es el que también se reproduce en las voces infantiles, al referirse a la violencia familiar, en ese mismo relato.)

Es ese mundo indígena, enterrado, desconocido, pisoteado, borrado, lo que se presenta en el primer texto y lo que también Gina recuerda y cuestiona –por su formación de antropóloga- en el tercer relato. Y es ella misma, la que viaja y se descubre a sí misma en ese otro espacio marginal para los “ticos-ticos” que es el Caribe negro.

La búsqueda de signos, de figuras, se manifiesta de nuevo en un Oswaldo adulto, en el último relato, que señala:

“¿Ves? ¿Mirás eso? Hay serpientes y escalofríos, pescados eléctricos que alumbran la noche abisal, y escurridizos ríos que fluyen en cualquier dirección. Y ahí voy, sin derrotero, náufrago de mi mismo. Esa oscuridad, esa penumbra de signos aciagos, también soy yo, es mi destino…” (6)

El interior de los personajes y el paisaje son siempre signos que descifrar y esta búsqueda da unidad y coherencia al conjunto de los relatos, permitiendo una lectura homogénea, como si de una novela se tratara.

Del andrógino o la búsqueda del amor

He propuesto que el personaje de Oswaldo y Gina pueda leerse como dos partes de un mismo ser. Un personaje que primero es niño y adolescente (como Oswaldo en los relatos 1 y 2), luego en una etapa de mayor madurez pero todavía en una búsqueda (como Gina en los relatos 2 y 3), para finalmente volver a Oswaldo, después de un largo viaje interior –el que Gina ha efectuado- más maduro para enfrentarse al amor y al espejo de sí mismo.El mito de Aristófanes del andrógino, es lo que Platón relata en El Banquete. (7) El mito cuenta que antes había tres sexos: el masculino, el femenino y el andrógino, compuesto por seres dobles. Estos últimos eran fuertes, inteligentes y amenazaban a los dioses. Para someterlos, Zeus decidió dividirlos. Desde entonces, las mitades separadas andan en busca de su mitad complementaria: es lo que llamamos popularmente la media naranja.

Y es justamente lo que el cuarto relato de Rodrigo, establece como la búsqueda del personaje. Dice el texto:

“Durante la mitad de su vida se había buscado en los ojos cambiantes de una mujer con muchos rostros, que solo pro breves momentos le revelaba su nombre verdadero, y a la que entreveía raramente, como a una aparición, a través de sus fantasías y sus miedos. Para alcanzar los brazos que habían de acogerlo con una cascada de besos y una promesa de redención, debía saltar por el centro de un aro de fuego. Por eso, cada vez que lo conseguía, cada vez que, sobreponiéndose a un temor ancestral, saltaba al otro lado de las llamas, tenía la convicción de que ese salto era el definitivo, y que por fin había encontrado a la mujer de su vida. Sin embargo, tarde o temprano ella se desvanecía entre sus brazos como un espejismo, y delante de él queda la pista circular y vacía, con un aro de fuego en el centro desafiándolo a saltar. Esa era la historia de su vida.” (8)

Esa búsqueda de la mujer de su vida –que en nuestra cultura es más bien la mujer la que “espera” al “príncipe azul”-, pone en escena a la vez esta idea de mitad perdida, de ese ser andrógino conformado en el texto por Oswaldo-Gina, parte masculina y femenina de un sujeto siempre deseante, en permanente búsqueda de completud.

Como dice Lacan:

“Esa completud que busca el sujeto no es del complemento sexual, sino de una parte de sí mismo, para siempre perdida, que se construye por el hecho de que no es más que un ser viviente sexuado, que ya no es inmortal.” (9)

Esta búsqueda, entonces, es permamente, porque no es búsqueda de otro sino de un faltante. Es imposible encontrar la plenitud y en el campo del amor es donde más claramente se evidencia –ante la ausencia del otro- el estado de falta. Por lo tanto, las relaciones amorosas se fundan en desencuentros y esto es lo que muestra también la novela de Rodrigo Soto, tanto en el Oswaldo del último relato, que salta constantemente al abismo, como en la incomunicación permanente evidenciada en todas las historias: en los niños y sus familias, en la cena del segundo cuento, en la relación de Gina con Ariel, en el Oswaldo adulto del primer relato que señala:

“Petra señalaba olas y yo veía peces. Me hablaba de los barcos, pero yo sólo era capaz de imaginar su estela. Me ponía al oído caracoles donde resonaban sus recuerdos, pero yo escuchaba el rumor distante de mi Oceáno Pacífico.” (10)

Lo que se produce siempre es una simulación de comunicación, un espectáculo, donde unos actúan y otros miran, pero donde, como en el cuadro de Amighetti, nunca se tocan.

La Madre a través del espejo

Acorde con esta visión doble del ser humano, masculino-femenino, sujeto siempre incompleto y deseante, la escritura misma del texto tiene muchos rasgos de lo que se ha llamado recientemente “escritura femenina” (11). Porque si bien lo que hubiera sido evidente es no tratar en el texto del “varón-macho Rodrigo Soto”, el asunto de la escritura de mujer, éste es justamente un texto que profundiza en las problemáticas propias de lo femenino, como la relación con el cuerpo, la mestruación, el despertar a la sexualidad, las fantasías y prejuicios en torno a la mujer y, finalmente, el enfrentamiento con la Madre.

Si bien –según la teoría del doble, del andrógino- de la mujer como ente autónomo no se puede decir lo que es, a la madre, dice Julia Kristeva (12), es a lo único que le podemos atribuir, con seguridad, una existencia. Y en nuestra cultura la representación de la feminidad es casi siempre absorbida por la de la maternidad. Mujer sin hijos, es mujer a medias, según los estereotipos y prejuicios de nuestra sociedad.

Y la figura materna es sagrada, siempre buena, generadora de vida, origen de todo, incluso de la naturaleza. Desde la Gea de la mitología griega hasta la Virgen María, llena eres de gracia... la madre es dar. Pero dar que engendra poder.

Bajo la imagen de pureza, la madre es PODER y contra ese poder, es contra el que, por lo general, se erige la hija. Como señala la escritora Erica Jong:

“...lo que nos va forjando son los deseos de nuestras madres y nuestra propia y desesperada necesidad de liberarnos de ellos.”(13)

Ya Anacristina Rossi había matado simbólicamente a la madre en su novela María la Noche (14), pero son pocos los textos costarricenses o incluso latinoamericanos, que se atreven a tocar la sacrosanta imagen de la madre.

En Figuras en el espejo , a nivel superficial, tenemos a una Gina que se enfrenta con su madre para liberarse. Pero es en el personaje de Oswaldo, donde se produce, a nivel interno, la verdadera lucha con la madre. Es la madre de Oswaldo, la mujer que se quiere continuar en sus hijos, quien conforma su otra parte y lo habita:

“¿Donde estaba ahora? Y qué era eso que tomaba forma en su interior? ¿Su sombra? ¿Su demonio? ¿Su vacío? Poco a poco, aquella presencia comenzó a definirse. Oswaldo la reconocía y la identificaba como una parte de sí mismo. ¿Era ella? ¿Era él? Por un momento era la temida, sempiterna y todopoderosa madre que lo parió, pero enseguida se transformaba en su propio rostro de niño, deformado por el dolor; luego asumió de nuevo las facciones de la madre, y enseguida volvió a ser él mismo, algunos años mayor. Así se repitió varias veces…” (15)

Esa madre que desde la infancia, en “Los petroglifos”, lo atemoriza y le provoca culpa:

“Entonces pienso que mi mamá está loca, que es mala y que no nos quiere, pero después me doy cuenta de que no es cierto, y me siento el más sarna del mundo por pensar así.” (16)

Esa madre todopoderosa, que cual Zeus con los andróginos, pero a la inversa, quiere destruir a la criatura que concibió y que para ello la maldice, obligándola a asumir su doble condición de hombre y mujer en un solo cuerpo. El final de la novela revela ese nudo inconciente que había tenido esclavizado al personaje:

“Llevarás en tu seno mi locura de dos, mi escándalo y mi espectáculo partido en gajos simétricos. Te herirá como me hirió a mi toda la vida. Por mi amor a medias, por mi odio y mi desprecio por ser lo que no eres, lo que no soy, andarás por el mundo dando vueltas como un siervo herido, atado a la locura de mi sangre, atado a mi rabia y a mi desolación.” (17)

La maldición es antigua como la Historia. Es la puesta en escena del abismo materno ante la separación del hijo, única vía para permitir la constitución del sujeto. La aceptación de la dualidad humana y la liberación de la madre, son los caminos que permiten al personaje Oswaldo-Gina, iniciar el desciframiento de las figuras en el espejo.

NOTAS:

1. Rodrigo Soto, Figuras en el espejo , San José, Ediciones Perro Azul, 2001, p. 45.

2. Ibid, p. 46.

3. Cfr. Jacques Lacan, "El estadio del espejo como formador de la función del yo tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica", en Escritos I. México: Siglo XXI, 1971.

4. Soto, Op.cit., p. 148.

5. Ibid.,p.9.

6. Ibid.,p.194.

7. Cfr. Platón, El banquete , y Octavio Paz, La llama doble. Amor y erotismo , Barcelona, Seix Barral, 1994, p. 41.

8. Soto, Op.cit., p. 175.

9. Jacques Lacan, Escritos II , México, Siglo XXI, 1964-1995, p. 213.

10. Soto, Op.cit.,p. 60.

11. Cfr. Emilia Macaya, Cuando estalla el silencio , San José, Editorial de la Universidad de Costa Rica, 1992, p. 87.

12. Julia Kristeva, Historias de amor , México, Siglo XXI editores, 1987, p. 209.

13. Erica Jong, ¿Qué queremos las mujeres? , Madrid, Aguilar, 1999, p. 23.

14. Anacristina Rossi, Maria la noche , Barcelona, Lumen, 1985.

15. Soto, op.cit., p. 216.

16. Ibid.,p. 32.

17. Ibid. 217.

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