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La mortal eficacia del mito
Alfonso Chacón

¿No resulta irrelevante, podría uno preguntarse, el añadir más a lo mucho que se ha dicho y escrito en esa acalorada búsqueda de quién somos y por qué estamos aquí? Por qué a lo largo de nuestra existencia como especie, la infinita variedad de narrativas desarrolladas alrededor del acontecer humano, podríamos argumentar, deberían bastar, si no para explicarnos, al menos para asegurar la imposibilidad de dicha explicación en términos definitivos. Y sin embargo, antropólogos y críticos han identificado esa constante necesidad social de “rescribirse” en más y más textos como indispensable de nuestra comprensión como individuos y colectividad. En palabras de la crítica Joanne S. Freye, “usamos la narrativa para juzgar causa y efecto en un patrón de significado, para relacionarnos con un propósito, para reclamar una realidad compartida con otras personas, y para identificar una especificidad y continuidad del yo a través de la memoria. En otras palabras, usamos el proceso de crear formas narrativas para identificar nuestro lugar en el mundo”. Cabría entonces esta única justificación para resaltar el valor de esta colección de cuentos de Rodrigo Soto, al ser un nuevo intento de asignar significado al mundo moderno de escritor y lectores; y sin embargo, sería corta e injusta esta apreciación, pues podría significar, en última instancia, el desmerecer la innovadora calidad estilística de la mayoría de estos relatos, para situarles como meras “reescrituras” de una antigua mitología. Injusto, por demás, al considerar este un libro premiado como resultado de un concurso para escritores menores de treinta años que, en ciertas ocasiones sirve como excusa para disculpar los defectos del premiado, al caracterizarlo como un escritor prometedor pero aún algo verde, en este caso podría más bien despertar prejuicios en el lector y no dejarle ver la madurez que caracteriza a casi todos lo cuentos de Mitomanías.

Volviendo, no obstante, al argumento mitológico, es necesario decir que la unidad narrativa de este libro, tan difícil de obtener en colecciones de cuentos, se apoya, en mi opinión, en la necesidad de crear nuevos mitos para explicar un mundo que pareciera no responder ya a las categorías míticas exploradas por Joseph Campbell o Lévi-Strauss. Porque en los personajes de Mitomanías no encontramos émulos de Hamlet o del Rey Lear dispuestos a cumplir sus roles de chivo expiatorio o de rey destronado, ni es cada relato un mito repetitivo atrapado en un maniqueísmo que solo aspira a demostrar como, al final el Bien artificial derrota a un Mal que no lo es menos. Los héroes y heroínas de Mitomanías transitan senderos muy tortuosos. Si la personaje del “El otro vértice”, por ejemplo, duda como el príncipe de Dinamarca, su accionar es más complicado, pues Hamlet sabe muy bien a pesar de su indecisión cuál es el camino correcto, mientras que la heroína de este relato se haya ante una bifurcación de caminos que, en medio de los nuevos valores de la sociedad actual, no es tan fácil separar en bueno y malo: decidirse por el hombre del Volkswagen es refrendar el principio básico de la felicidad individual como derecho último de nuestra sociedad, no marcharse significa atender el sagrado llamado de la unidad familiar.

Incógnitas similares son vividas por los personajes del resto de los cuentos de esta colección. Se separan quizás de la tónica “Punta de fuga”, “Microcosmos” y “Para abatir el silencio”. Y por ello resultan, a mi juicio los menos logrados.

Me aventuro a suponer que el lógico deseo de experimentar de un autor joven no le permitió alcanzar en ellos el clímax angustioso que se espera generalmente en un relato, al menos en la forma como lo definió Edgar Allan Poe hace tanto. “Punto de fuga” provee un final sorpresa algo forzado y que no deja nada al lector, mientras que el conjunto de viñetas que componen “Microcosmos”, dan la sensación de ideas a las que no se les permitió madurar. Destaca sin embargo la primera viñeta, que se escapa del lugar común del resto y lleva en su lenguaje un tinte que la emparenta con los cuentos principales. Rescatable también la novedosa estructura de “Para abatir el silencio”, lo que transformaría este relato en un cuento más para escritores que para lectores; el tono especulativo, ayudado por la constante introducción al inicio de la afirmación “deduzco”, elimina cualquier sentimentalismo típico de los relatos

Sobre amores a primera vista no correspondidos. El narrador construye su lucubración sobre el “pudo ser” sin ansia alguna, y concluye que es inútil su intento por acercarse a la chica que persigue por medio de sus deducciones. Y sin embargo, ese “coágulo de certezas” que le produce su introspección es al final más real para él que el hecho de no haber cruzado siquiera palabra con la muchacha. Hay aquí por tanto un logro de estilo que salva al cuento y lo empata-si no en su temática, sí al menos en su forma estilística-con el resto de la colección. Su final abierto, dudoso, es el final apropiado.

Un final similar hallamos en casi todos los demás cuentos. Quizás finales producto de esa imposibilidad para los personajes de “hallar su lugar en este mundo”, parafraseando a Frye, lo que vendría a significar que, a diferencia de la mitología antigua que fácilmente proveía de soluciones a nuestra incertidumbre existencial, hoy nuestros mitos apuntan más bien a alimentar dicha incertidumbre. Soledad, desamparo, angustia, son las claves vitales de hoy en día, y de ellas no hay escape sino a través de mitos que, bien lo sabemos, son apenas espejismos: el amor filial, el amor de pareja, la aventura sexual, etc. Mitos de una sociedad consumista que, en vez de aliviar nuestro trajín, más bien producen más dolor.

El cuento que da nombre a la colección transita por esa dirección. En este-si bien complicada su resolución por un final entre fantástico y moralista (el único que por lo demás, en que el autor se deja atrapar por el convencionalismo ético)-, destaca la sutil crítica a la comunicación humana, producto de una sociedad saturada de símbolos incólumes y artificiosos- llámese familia, matrimonio, pasión juvenil, propiedad, etc.-que antes separan lo que deberían unir. Solo la personaje principal es capaz de descubrir, bajo el falso entramado de hospitales y relaciones familiares el tenue “hilo subterráneo” que une la vida con la muerte (p.31), lo que la hace, en una última decisión, apostar por tener a su bebé antes que dejarle como “una crisálida enferma” dentro de un frasco. Igual enfrentamiento simbólico entre vida y muerte acosa a la narradora de “La sombra tras la puesta”: la memoria desgarrada de su infancia, el abandono vergonzoso de la casa familiar ante el fracaso económico de su pare, el suicidio del abuelo, se trueca en un paralelismo casi aberrante. De pronto, la narradora se ve madre y esposa, obligada de nuevo a abandonar su vida ya establecida en el campo por culpa del desastre que arruina los negocios agrícolas de su esposo. El viaje de regreso a la ciudad culmina donde debe ser, en la casa dejada hace tanto, sarcasmo vital que también “un suspenso dulce y tormentoso” que la hace sonreír como única salida (p.19), antes de descubrir, en el caserón ahora dividido en cuartuchos, ese mismo hilo tenue que ata vida con muerte en un ciclo inagotable: un niño juega bajo los restos de la soga donde se colgara su abuelo.

Punto de quiebre en esta sucesión es el relato “Crónica de la oscuridad”. Pero si por un lado Soto se aparta en este cuento de la tragedia individual para penetrar en el mito colectivo, por otro refuerza la sensación de fatalidad que cuidadosamente ha venido alimentando en el lector. Los personajes difusos de esta crónica se saben condenados de antemano, pero comprenden la necesidad de dicha maldición: es el precio a pagar por haber desnudado a dios en su sed de luz (p.58). Por otra parte, es este el único relato que parece acercarse al mito tradicional, y sin embargo no hay aquí un Prometeo heroico, sino la suma anónima de la colectividad. No hay Adán a quien culpar por la expulsión, sino a Fuenteovejuna entera.

Baste lo comentado hasta ahora para hacer patente la capacidad de Soto de dotar su narración con sutiles puntos de engarce, todo a través de un lenguaje fluido y efectivo desprovisto de ropajes barrocos. Es sin embargo en su cuento “Perro suelto en el jardín”, donde Soto da su nota más alta

Dividido en dos secciones, el cuento es una obra maestra de alusiones vagas y malentendidos, el escenario perfecto del amor gastado por la indolencia del tiempo. La primera sección, onírica, introduce el conflicto. La segunda es un largo recuento de cómo la inevitable inercia universal siempre vence a la pasión humana. El viejo mito del amor eterno fracasa en Lilia y Raúl, sin importar sus esfuerzos y los de los amigos por revivir lo que se ha ido. Al final Lilia y Raúl se dan la mano y se entrelazan en un coito desperado, lo hacen no como amantes sino como seres angustiados ante la soledad que se abre ante sus ojos, y que les demuestra lo insensato de una existencia que es comenzar de cero cada día, como el viejo Sísifo en el fondo de su sima.

Estamos por tanto ante la claudicación de los sueños con que alimentamos nuestra vana esperanza de que mañana todo será mejor. Es la ilusión del hombre absurdo de Camus, la misma ilusión rota de los personajes atormentados en “Crónica de la oscuridad” y que se repite en la del extraño personaje que aparece con su cabello largo y sus sueños revolucionarios en “Sonata del torno y la dulzaina”. El narrador de este relato, prefigurando la única realidad expuesta por el filósofo francés, comprende desde el inicio que el nuevo compañero no durará mucho (p.21), porque intuye que, sin importar lo que aquel haga, la muerte será siempre el único destino seguro, para todos, y a la mañana siguiente solo habrá que limpiar la máquina, continuar con la rutina (p.25). Es la única salida, aun si sucumbimos como Lidia y Raúl a la carnalidad: el instante es pasajero, la realidad no espera, y es posible por tanto sustituir a Lilia y Raúl por Ana y Pablo en “Proyección de sombras”, porque su angustia es la misma, el amor antes que rescatarles les condena o, quizás, les bendice, al traerles por anticipado la muerte por la que Lilia y Raúl aún no han sido liberados. Los mitos yacen entonces derrotados, el mundo colapsa y su epitafio es la confusión, como canta King Grimson (P.89). Nos movemos sabiendo que no hay nada delante nuestro, como hace el personaje principal de “Epitafio”, pero siempre existe la esperanza de un viraje hermoso en donde todo termine (91), y mientras tanto vagamos por el mundo sin realmente saber como enfrentarnos a nuestra angustia.

Ahora, alguien podría pensar que la unicidad de estos relatos revela a un Soto como a escritor de una sola tonalidad, y que nos hallamos ante el famoso cliché de las variaciones sobre un tema. Pero lo cierto es que, si los cuentos de esta colección parecen en su mayoría estar revestidos de un mismo matiz, es porque Soto revela con su prosa aquello que ya dijera Proust en su búsqueda exhaustiva del tiempo extraviado, cuando se percató de que el teatro del mundo dispone de menos decorados que actores, y de menos actores que “situaciones”. Radica entonces el ingenio del autor en sacar sus historias de este universo humano tan limitado y empero tan diverso, que no hace sino semejar una noria de actos refractados en la que por ende resuenan los del lector, como participante también de este teatro reducido que llamamos existencia.

Prólogo a la segunda edición de “Mitomanías” , San José, 2002

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