CONSTRUCCIÓN Y DEMOLICIÓN DEL MITO DE LA EXCEPCIONALIDAD
Acercamiento a la literatura costarricense(1)
En su ensayo-novela titulado La gran novela perdida, historia personal de la literatura costarrisible (2007), mi amigo, el novelista, poeta y ensayista Carlos Cortés, coloca a su personaje principal, un escritor apellidado Méndez Linh, en una situación que parece similar a esta en la que me encuentro hoy... Méndez Linh está en un auditorio de la Casa de las Américas en Madrid, en un coloquio sobre literatura latinoamericana, y le corresponde exponer su visión sobre la literatura costarricense. Pero, angustiado, el personaje descubre de repente que no tiene nada que decir o comprende que nada que diga es importante o resultará relevante para su audiencia, y divaga y dubita antes de que le llegue el turno de exponer. Escuchémoslo:
“La literatura costarricense, sea lo que sea, como lo comprendí en este largo nanosegundo que intento narrar, es una de las formas consumadas y esotéricas del troskismo: debe haber unas 200 personas en el mundo, si me pongo pesimista, o mucho menos, si me las tiro de optimista, que han oído hablar de ella, de los cuales quizá unas 10 ó 20 saben más o menos lo que es. Forman una especie de logia extraterrestre o de cospiración secreta y, para mi inmensa fortuna, ninguno de los 200 –vamos a llamarlos así, los 200– que saben distinguir a Carmen Lyra de Carmen Naranjo o a Joaquín Gutiérrez de Joaquín García Monge, estaba en la sala y por tanto (yo) gozaba de una libertad irrestricta o casi para imaginar lo que se me viniera en gana sin que nadie pudiera contradecirme con algún grado de autoridad...”
Tal vez Carlos estaría decepcionado –o contento, con él nunca se sabe– al descubrir que su secta trotskista de los 200 ha crecido o corre peligro de crecer, como lo demuestra la presencia de ustedes... Hasta aquí las semejanzas pues, desafortunadamente, mi posición no es tan cómoda como la de su personaje, puesto que sé con certeza que muchos de ustedes conocen obras y autores de mi país, y que su literatura no les es por completo ajena...
Pero bueno, aquí estoy y acepté con gusto la invitación que me extendió la profesora Maryse Renaud para compartir con ustedes mi visión sobre lo que ha sido y es la literatura costarricense...
Coincidirán conmigo en que no es posible o no tiene sentido hablar de literatura costarricense sin antes ponernos mínimamente de acuerdo sobre lo que es Costa Rica, y también quizás acerca de lo que es y no es la literatura...
Estoy seguro que todos y todas Uds. conocen datos y manejan información básica sobre mi país, más allá de la postal turística de los Parques Nacionales, las bellas playas o la ausencia de fuerzas armadas, características estas que, no por ser clichés, carecen de sustento.
En estos días descubrí con regocijo que el ancho de Costa Rica es similar al que hay entre el Golfo de Lyon en el Mediterráneo y el golfo de Gascogne en el Atlántico francés... De la misma forma como estos puntos marcan el sitio de mayor proximidad entre el Mediterráneo y el Atlántico, el istmo centroamericano, a la altura de Panamá y Costa Rica, marca el punto más cercano entre el océano Pacífico y el mar Caribe.
Pero estamos aquí para hablar de literatura y no de geografía. Sin embargo, repito, creo que no es posible ni tiene sentido hablar de literatura sin hacer referencia al contexto histórico, político, geográfico y social en el que esta se produce. Con esto no quiero adherir de manera absoluta una lectura sociohistórica de la producción literaria: creo que la literatura tiene su especificidad y es irreductible a cualquier otro saber o disciplina, como lo prueba el hecho de que Homero o Cervantes aún nos conmuevan, aunque sin duda el conocimiento del mundo helénico y del Siglo de Oro español nos ayudan a explicarlos y a entenderlos...
Volviendo a Costa Rica, muy a pesar de lo que piensan muchos costarricenses, me temo que es imposible hablar de ella sin ubicarla, a su vez, en el contexto hispanoamericano.
La América hispana, como ustedes saben, es el resultado de la primera aventura colonial europea, quizás la más brutal y la más sangrienta. No voy a redundar aquí con datos sobre la magnitud de la matanza que significó la conquista y colonización de América, pero en cambio sí quiero compartir con Uds. un aspecto menos conocido de la dinámica como los españoles llevaron adelante su empresa de conquista y colonización.
En su apasionante ensayo titulado La patria del criollo (1983), el sociólogo guatemalteco Severo Martínez Peláez explica que la inmensa mayoría de las expediciones de conquista que emprendieron los españoles en el Nuevo Mundo, se financiaba de manera privada pero se realizaban en nombre de la Corona. Es decir, algunos socios capitalistas financiaban la expedición y obtenían de la Corona la autorización para adentrarse en tales o cuales territorios. Naturalmente los capitalistas no lo hacían con otro afán que el de recuperar cuanto antes y con creces su inversión. Dicha recuperación del capital se realizaba mediante la explotación de una mano de obra que parecía ilimitada y sobre la cual no existían restricciones. De ahí los millones de seres humanos que sucumbieron al trabajo en las minas y en las plantaciones. Posteriormente, cuando el padre Las Casas aboga por la protección de los indígenas ante la Corona y, tras la famosa “Controversia” con Sepúlveda se promulgan las llamadas “Leyes Nuevas” (1542) –en las que se limita o se prohíbe la esclavitud de los indígenas americanos–, se sella la suerte de millones de africanos, que en los siglos subsiguientes serían reducidos a esclavitud y llevados a América, en esa operación que los franceses, siempre elegantes, denominan ascépticamente “el comercio triangular.”
Como resultado de todo lo anterior, la Hispanoamérica colonial se estructuró como una sociedad rigurosa y profundamente racista, en la que los emisarios y administradores del poder colonial español ocupaban el punto más alto y pequeño en la pirámide social, seguidos por los criollos –gentes de sangre europea nacida en América–, seguidos a su vez por los mestizos, y estos a su vez por los indígenas, mientras que los esclavos de origen africano ocupaban la base o el último peldaño de la pirámide social.
Como sabemos, el régimen colonial español se prolongó en América por más de tres siglos –lo que en la historia francesa corresponde del reinado de Luis XII a la segunda restauración borbónica– y esta ideología, este pensamiento profundamente racista, se decantó y asentó en la sociedad y en las mentalidades de los habitantes del Nuevo Mundo.
Durante todo el período colonial Costa Rica ocupó una posición marginal dentro del imperio español. Las mayores concentraciones de población indígena que había en el territorio fueron diezmadas y trasladadas para su explotación a otras latitudes donde existían minerales en abundancia, mientras que los indígenas de los bosques húmedos, cuya dispersión en la jungla es indispensable para su sobrevivencia, fueron reducidos con dificultad o se replegaron a las partes más altas de las montañas, imposibilitando en buena medida su explotación económica por los colonizadores.
Desde luego, la marginalidad y pobreza de la provincia de Costa Rica no implicaba ninguna excepcionalidad en lo que a la organización social se refiere, y las mismas características de segmentación social con base en el color de la piel y explotación de mano de obra gratuita o semi-gratuita que prevalecieron en toda la América hispana, fueron uno de los pilares de la economía y la sociedad costarricense durante aquellos siglos. Sin embargo, como veremos más adelante, la pobreza colonial de Costa Rica se convertiría, con el tiempo, en una de las bases o piedras fundantes del mito de la excepcionalidad alrededor del cual gira mi exposición.
Tras las invasiones napoleónicas y la desintegración del Imperio Español en las primeras décadas del siglo XIX, la independencia llegó a Centroamérica, y a Costa Rica en particular, como algo que nadie buscaba ni quería especialmente. El filósofo hispano-costarricense de origen griego Constantino Láscaris sugirió, en un interesante ensayo titulado Historia de las ideas en Centroamérica (1970), que las élites centroamericanas que a última hora adhirieron a la independencia buscaban independizarse no tanto de la España imperial como de la España reformista y democratizante de las Cortes de Cádiz, con el fin de no comprometer su posición ni arriesgar sus privilegios.
En cualquier caso, los habitantes de aquellos territorios marginales, dejados de la mano de Dios, dudaban mucho –y con sobrada razón, creo yo– de sus posibilidades de constituirse en repúblicas. Tanto es así que, durante cerca de dos décadas, las actuales naciones de Centroamérica oscilaron entre la voluntad republicana y el proyecto de constituir una Federación Centroamericana.
No fue hasta mediados del siglo XIX, cuando el cultivo y el comercio internacional del café se habían extendido en el Valle Central de Costa Rica –donde está situada la capital y las principales ciudades, y que históricamente ha sido el centro geográfico, económico y político del país–, cuando la nueva élite económica apostó definitivamente por la independencia republicana... Esto ocurrió a mediados del siglo XIX.
Sin embargo, habrían de transcurrir todavía algunas décadas para que el incipiente Estado pudiera dotarse de las instituciones, mitos, héroes, cultos y leyendas necesarios para alimentar el sentimiento de unidad y de comunidad nacionales.
Permítanme aquí hacer aquí un breve paréntesis de carácter filosófico-político. Creo que los filósofos franceses de la Ilustración que sentaron las bases de la ideología democrática y del republicanismo moderno, dieron siempre por sentado que las repúblicas democráticas o los estados modernos serían la expresión política de pueblos o comunidades histórico-culturales ya existentes y consolidadas. Desde luego, la República francesa es fruto de la violencia y la imposición que las monarquías habían ejercido durante siglos contra pueblos históricos que existieron en el territorio de lo que hoy es Francia, pero para Montesquieu y Rousseau el Estado francés sería la expresión política del pueblo francés, considerado ya como una entidad histórico cultural. Algo parecido podemos decir de Inglaterra, donde la insularidad propició el sentido de comunidad histórica. Y, en cuanto a los Estados Unidos, pues no hay ninguna duda de que la “democracia”, tal y como la entendían los padres de esa nación, excluía por completo a los indígenas americanos y, desde luego, a los esclavos negros.
Valga este paréntesis para ilustrar la dificultad que enfrentaron las élites políticas de la América hispana cuando debieron crear naciones ahí donde no había pueblos, en el sentido este de “comunidades histórico-culturales”, sino más bien los restos de un entramado colonial edificado sobre el racismo y la explotación multiseculares...
Las élites económicas, políticas e intelectuales que, hacia finales del siglo XIX, se dieron a la tarea de implantar el republicanismo democrático en los inmensos territorios del antiguo imperio español, tenían, básicamente, dos posibilidades para crear el sentimiento de comunidad: la primera era generarlo a partir de la referencia a un pasado común: somos los que fuimos... Creo que esto fue particularmente efectivo en aquellos países que gozaban de un pasado prehispánico grandioso como México, Guatemala, Bolivia o Perú. Desafortunadamente tal construcción identitaria a partir de un pasado prehispánico dejaba por fuera a inmensos sectores de la población, que por su origen o su mestizaje difícilmente podrían identificarse con él.
La otra posibilidad de crear el sentimiento de comunidad consistía en apelar, no a un pasado común, sino más bien a un futuro común: somos los que seremos... Este es el origen, en mi opinión, de todas las ideologías del mestizaje en la América hispana, del arielismo de Rodó a la raza cósmica de Vasconcelos... Al desplazar el eje de la identidad hacia el futuro, el potencial aglutinador de estos discursos parecía más democrático y abarcador, aunque también excluía y condenaba a los pueblos históricos que sobrevivían en los intersticios de las nacientes repúblicas hispanoamericanas...
Como veíamos, las últimas décadas del siglo XIX fueron decisivas para la vinculación de la economía costarricense con los mercados internacionales a partir del comercio del café. La edificación de los mitos, leyendas, símbolos e instituciones de la incipiente nación, estuvo a cargo de una élite de militares e intelectuales de inspiración liberal. El liberalismo americano, como Uds. saben, tiene un fuerte carácter anticlerical y solo cierta relación con el pensamiento ilustrado europeo, pues se inspira más bien en el utilitarismo y el positivismo anglosajón.
Es durante este período liberal, que abarca las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX (aproximadamente hasta la Primera Guerra Mundial) cuando se publican en Costa Rica los primeros textos propiamente literarios. Se trata de crónicas y cuadros de costumbres publicados sobre todo en diarios, en los que un grupo de intelectuales y escritores –varones todos ellos, desde luego– estrechamente vinculados con los políticos liberales que mencioné antes, miran con distancia irónica las costumbres populares, evocan con nostalgia un pasado heroico por su austeridad y pobreza o advierten y ejemplarizan sobre los riesgos y peligros del dinero y la modernidad.
Los ideólogos, intelectuales y escritores del liberalismo tuvieron a su cargo la tarea de delinear en forma literaria al mito de la excepcionalidad costarricense y constituyen los primeros “clásicos” de nuestra literatura. No obstante, no quiero decir que el mito de la excepcionalidad sea de su entera invención, sino más bien sugerir que les corresponde a ellos comenzar a dar forma y expresión literaria a una serie de imágenes, creencias y mixtificaciones que –lo propongo aquí como hipótesis– existían previamente en el imaginario de una parte de la población del país, y que luego serán sucesivamente recreados e impugnados por las siguientes generaciones de escritores e intelectuales.
El mito de la excepcionalidad es, pues, dinámico, se adecua y transforma a las diferentes épocas históricas y, como cualquier mito, debe tener cierto asidero en la realidad para ser verosímil y eficaz. Componentes principales del mito de la excepcionalidad costarricense son la creencia en un pasado idílico común, igualitario en la pobreza, democrático en la austeridad y el trabajo, así como también la uniformidad étnica o racial o –dicho más sencillamente- la “blancura” de la población. En la versión liberal y oligárquica del mito, los sujetos de ese pasado austero son criollos y españoles, hidalgos asentados en la más pobre y olvidada provincia del imperio español, mientras que en la posterior versión socialdemócrata del mito, los sujetos y protagonistas de ese pasado heroico son labriegos sencillos, campesinos que enfrentan con valentía y honestidad un medio hostil... Ya en 1939, la gran escritora Yolanda Oreamuno –a quien nos referiremos más adelante– hablaba con punzante ironía del "mito religioso de la tierra muy repartida, la casita pintada de blanco y azul y el pequeño propietario de chanchos y gallinas que lleva al cuello un pañuelo colorado". Además de estos componentes, el mito de la excepcionalidad comprende elementos relativos al carácter pacífico de la gente, a la estabilidad democrática del país y, más recientemente, a la riqueza ambiental y ecológica y a la belleza del territorio.
Estos rasgos o componentes identitarios de la sociedad costarricense surgieron en el decurso de los siglos de la dialéctica entre la mirada propia y la mirada de los otros –viajeros europeos y norteamericanos de paso por Centroamérica– así como también, desde luego, de la autoconciencia y de la interacción con gentes de las demás naciones centroamericanas. Asimismo –y esto lo aventuro también aquí como hipótesis– el mito de la excepcionalidad surge también como rasgo compensatorio de la insignificancia del país. Somos insignificantes pero excepcionales: somos la Suiza Centroamericana.
El apogeo del período liberal en Costa Rica coincide con el ascenso de los Estados Unidos como potencia mundial, tras la guerra hispano-norteamericana de 1898 y las sucesivas intervenciones militares estadounidenses en países de la región, particularmente en Nicaragua. Así, las élites liberales costarricenses quedaron atrapadas en una suerte de contradicción entre su adhesión al progreso, a la ciencia y a la modernidad –encarnada todavía en Europa pero cada vez más en los Estados Unidos-, y la conciencia de que el dinero y la modernidad son, a su vez, una amenaza para sus intereses, tradiciones y costumbres, pues como bien apuntaba Marx, en el capitalismo “todo lo sólido se desvanece en el aire...”
Es durante este período liberal cuando se desarrolla y consolida el enclave bananero en la costa caribeña de Costa Rica. De hecho, Costa Rica será la cuna de la luego omnipresente –en la región– y todopoderosa United Fruit Company, que, como sabemos, será tema y motivo central de la producción literaria de autores posteriores.
Algunos nombres imprescindibles del período liberal son los de Manuel González Zeledón (1864-1936), mejor conocido como MAGON, autor de cuadros de costumbres desbordantes de ironía y sarcamo, Aquileo J. Echeverría (1866-1909), poeta que en largos romances recrea e idealiza el carácter y el habla popular del “concho” o campesino del Valle Central, y Ricardo Fernández Guardia (1867-1950), cuentista, dramaturgo e historiador..., para mencionar solo algunos de los más representativos.
Por cierto que los autores de esta generación sostuvieron la primera –y una de las pocas– polémicas literarias que ha habido en el país, la cual sería conocida como la “polémica sobre el nacionalismo literario”, en la cual debatieron sobre la posibilidad de desarrollar una literatura a partir de temas y motivos nacionales, teniendo como modelo o paradigma la literatura europea.
Además de crónicas y cuadros de costumbres, estos autores también publicaron volúmenes de cuentos, novelas y escribieron numerosas obras de teatro que se llevaron a escena en las salas de la capital. Muchas de estas obras abordaban temas morales –especialmente relacionados con la sumisión de la mujer en el orden patriarcal, las amenazas y peligros de la sexualidad y otros temas similares–. Como señala con agudeza Alvaro Quesada Soto en su indispensable Breve historia de la literatura costarricense (2007), en los textos de los autores del liberalismo oligárquico “...la modernidad puede aparecer, por una parte, como signo de libertad y de progreso; pero también, por otra parte, como índice de la descomposición moral y social, de libertinaje o enajenación, como agente de ideas y costumbres exóticas que conducen a la pérdida de la identidad nacional.”
El período de oro del liberalismo costarricense termina abruptamente con la Primera Guerra Mundial, que trae como consecuencia inmediata el cierre de los mercados europeos para el café costarricense. La agonía del régimen liberal se prolongará durante varias décadas, y no será hasta los años 40 cuando comience a perfilarse –dolorosa y conflictivamente, como ocurre siempre con los partos de la historia– un nuevo modelo o régimen de convivencia nacional. En este contexto se genera un clima de inestabilidad política –golpes de estado y revueltas de diverso tipo– y surgen nuevos movimientos sociales y políticos para canalizar las inquietudes y demandas de los sectores marginados o subordinados de la población.
El nuevo clima que agita al país y todas estas inquietudes encontrarán también un correlato literario. En los años 20 surge un grupo de escritores e intelectuales que, bajo el liderazgo de Joaquín García Monge (1881-1958), conforman el llamado grupo Germinal. Además del propio García Monge –el célebre editor del Repertorio Americano, revista cultural de alcance e importancia continental durante la primera mitad del siglo XX–, encontramos a pensadores como Omar Dengo (1888-1928) y a escritoras como Isabel Carvajal (1888-1949) quien, bajo el seudónimo de Carmen Lyra, se constituiría en un clásico –pero un clásico infantil– de la literatura nacional, con sus célebres Cuentos de mi tía Panchita (1920), en los que recrea y adapta al habla popular costarricense cuentos de la tradición oral americana y europea.
Los intelectuales del grupo Germinal tienen una sensibilidad muy diferente a los del pensamiento liberal oligárquico. García Monge escribe algunas novelas de juventud en las que los protagonistas son seres humildes del campo o de la ciudad, precisamente aquellos que no tenían lugar ni voz propia en el discurso de los liberales, o que a lo sumo ingresaban en él vistos con condescendencia irónica. La mencionada Carmen Lyra es la autora de la primera novela costarricense sobre el tema del enclave bananero, titulada Bananos y hombres (1931). Además de ampliar la representación literaria de lo nacional más allá de los límites del Valle Central –a donde permanecía confinada– en esta novela y en otras de sus coetáneos irrumpen en calidad de protagonistas ya no los hidalgos coloniales ni los simpáticos campesinos de la literatura liberal, sino simples y explotados trabajadores agrícolas o seres desarraigados que llegan a la ciudad en busca de futuro.
Como bien decía el escritor japones Kenzaburo Oe, “la segunda tarea más importante de la literatura es construir mitos. Pero la primera, y más importante, es destruirlos.” Y eso es lo que los escritores costarricenses han hecho durante más de un siglo: impugnar el mito de la excepcionalidad –componente central de la identidad nacional– confrontándolo con la realidad de cada época histórica.
Casi al mismo tiempo que los autores e intelectuales del grupo Germinal, irrumpen en la escena literaria otros autores que, al igual que aquellos, publican sus obras en plena crisis y descomposición de la república liberal, durante las décadas de los años 30 y 40. Entre estos autores –para mencionar solo a algunos pocos, entre los narradores–, cabe destacar a José Marín Cañas (1904-1981), a Max Jiménez (1900-1947) y a Carlos Salazar Herrera (1906-1980). Marín Cañas y Jiménez son ante todo novelistas, en tanto que Salazar Herrera es un cuentista extraordinario –cuentista de un solo libro, sus Cuentos de Angustias y paisajes ()-, en donde nuevamente los personajes principales son campesinos explotados y desheredados, sometidos a la violencia y muchas veces a la locura. Sus trabajos siempre me han hecho recordar, por la belleza de sus imágenes y por su atención y celo paisajista, a los del gran cuentista uruguayo Horacio Quiroga.
Por otro lado, los novelistas Marín Cañas y Jiménez, si bien comparten con los autores del grupo Germinal una mirada profundamente crítica hacia su tiempo y hacia la sociedad costarricense, se distancian –estética e ideológicamente– de ellos: mientras García Monge y Carmen Lyra se acercan al naturalismo social y se vinculan en alguna medida con movimientos sociales y políticos emergentes, los dos últimos se acercan en sus obras a una estética expresionista –con imágenes exacerbadas y en ciertos casos tremebundistas- y evidencian un escepticismo sobre la condición humana del que carecen los primeros. Obras representativas de Marín Cañas son El infierno verde –que trata de la guerra paraguayo-boliviana del Chaco- (1935) y Pedro Arnáez (1942), y de Max Jiménez El domador de pulgas (1936) y El jaúl (1937).
Toda la década de los años 40 se caracteriza por una intensa conflictividad política. Una serie de reformas políticas y sociales impulsadas por el presidente de inspiración socialcristiana Rafael Ángel Calderón Guardia, desembocaron en una extraña alianza con el Partido Comunista y la Iglesia Católica. Todo este conflicto culminaría en la Guerra Civil o Revolución de 1948, como consecuencia de la cual el viejo orden liberal sería definitivamente barrido, y de donde emergería el Estado de Bienestar costarricense, también denominado Segunda República, de clara inspiración socialdemócrata o –quizás menos pretensiosamente– de inspiración roosveltiana o keynesiana.
En este ambiente social y políticamente agitado, comienzan a publicar sus libros una serie de autores que serán conocidos en la historiografía literaria del país como la generación del 40. A este grupo pertenecen Carlos Luis Fallas, CALUFA (1911-1966), Fabián Dobles (1918-1977), Adolfo Herrera García (1914-1975) y la ya mencionada Yolanda Oreamuno (1916-1956). A ellos se suma Joaquín Gutiérrez (1918-2000) –aunque publicó la mayoría de sus trabajos muy posteriormente– y yo añadiría también a Alberto Cañas (1920) y a Julieta Pinto (1922).
Podemos considerar a estos autores los “segundos clásicos” de nuestra literatura. Casi todos ellos centran su atención en la violencia y las contradicciones del mundo rural. Estéticamente, casi todos se acercan a una concepción “realista” de la literatura –podemos hablar sin temor de un realismo social y en muchos casos, tomando en cuenta la vocación militante de los textos, de un realismo socialista–. Como dijimos, el problema agrario es el tema central de muchas de sus obras –en particular en el caso de Fallas, de Herrera García y de Dobles-. Mientras que Fabián Dobles aborda en sus cuentos y novelas el problema de los campesinos sin tierra o acosados por los latifundistas, Carlos Luis Fallas es célebre por su obra Mamita Yunai (1941), que aborda con desgarradora belleza el mundo de los trabajadores bananeros. Fallas, trabajador bananero él mismo en una etapa de su vida, se convertiría en uno de los principales líderes del Partido Comunista Costarricense, y toda su obra fue escrita con expresa vocación militante. Sin embargo, releída en el contexto de la post-guerra fría, su obra se perfila como un extraordinario mosaico de la vida, los sueños, los trabajos y sufrimientos de las clases populares o –como suele decirse ahora- de los “sectores subordinados” de la sociedad, durante la primera mitad del siglo XX. El habla, los valores, los sueños, los anhelos –y desde luego, “los trabajos y los días”– de dichos sectores, aparecen dibujados en sus obras con diáfana belleza de zapatero y artesano.
Al igual que Fallas, Fabián Dobles también adoptó la militancia comunista y sufrió aislamiento y escarnio tras la derrota de su bando en la Guerra Civil de 1948. Joaquín Gutiérrez, por su parte, también adhirió la militancia comunista, pero estaba fuera del país para el momento de la Guerra Civil y vivió en Chile y en muchos lugares del mundo durante buena parte de su vida. La mayoría de sus obras están ambientadas en el entorno del enclave bananero, pero a diferencia de las de CALUFA, en donde los protagonistas son siempre trabajadores dotados de hermosa humanidad, en las de Gutiérrez los protagonistas son siempre pequeños burgueses de la ciudad extraviados en un entorno hostil y ajeno, que viven como algo amenazante el mundo obrero y la diferencia racial y cultural.
Yolanda Oreamuno es caso aparte en el contexto de su generación y, en algunos aspectos, en el contexto de la literatura costarricense. Autora de una única novela –La ruta de su evasión (1949)– centra su atención, no en los procesos sociales y en el mundo rural, sino más bien en los procesos mentales y emocionales de sus personajes. La acción de su novela está ambientada en una ciudad anónima –ciertamente, por su tamaño, no se trata de San José– y, valiéndose de procedimientos y discursos narrativos hasta entonces inéditos en la literatura del país, dibuja el mundo opresivo y oscuro de una familia típica –es decir, patriarcal– de las clases medias. Incomprendida, se exilió en Guatemala al abrigo de la “década democrática” (1944-1954), país del cual adoptó la nacionalidad y, tras la caída del gobierno de Jacobo Arbenz, terminó sus días en México, en donde escribiría algunos relatos de deslumbrante intensidad.
Yolanda Oreamuno abre el camino de lo que me gusta llamar la “literatura del Yo” en Costa Rica, es decir, la literatura que tiene por tema central no los grandes procesos sociales, sino más bien los procesos síquicos y emocionales de los personajes. En la “literatura del Yo” la distancia o el paradigma narrativo del realismo social se pulveriza, pues vemos el mundo “desde dentro” de los personajes. Volveré sobre este asunto más adelante.
A diferencia de los autores antes mencionados, los dos restantes miembros de la “Generación del 40” están más bien vinculados con el bando ganador de la Guerra Civil: el Partido Liberación Nacional, de inspiración socialdemócrata, como ya fue dicho.
Alberto Cañas es un autor que, en la mayoría de sus obras, centra su atención en la vida y milagros de pequeños seres de la ciudad o de los pueblos del interior del país. Su mirada irónica se parece mucho, muchísimo, a la mirada con la que los autores del liberalismo oligárquico se aproximaban a los campesinos. En su caso no puede hablarse de “costumbrismo” –ha pasado más de medio siglo– pero tiene en común con ellos su distanciamiento irónico.
Por su lado, Julieta Pinto es una autora muy tardía –publicaría su primera obra con más de cincuenta años de edad cumplidos– y en alguna de sus obras, aborda el tema de la Guerra Civil de 1948 desde una perspectiva muy similar a lo que terminaría siendo el “relato oficial” del bando ganador sobre aquellos hechos.
Tanto Carlos Cortés como Alvaro Quesada Soto, en las dos obras mencionadas y que en esta exposición sigo en muchos de sus extremos, han señalado la paradoja de que el naciente régimen “socialdemócrata” o la “Segunda República”, aun cuando disponía de una serie de intelectuales capaces de ofrecer una interpretación y una lectura del desarrollo histórico del país, carecía de escritores –autores de ficción– capaces de dar cuerpo a esa visión.
De esta forma, en el curso de las décadas siguientes –señaladamente los años 50 y 60– el aparato cultural del Estado –creado o fortalecido por el propio estado de inspiración socialdemócrata– se encargaría de generar una lectura, una interpretación de la literatura nacional para reafirmar y fortalecer sus tesis. Los ideólogos socialdemócratas habían acuñado la idea de la democracia rural como fundamento de la identidad y la nacionalidad costarricense. La democracia rural, como sospecharán Uds., no es otra cosa que una reinvención o una actualización del mito de la excepcionalidad costarricense.
Para construir su canon o paradigma de la literatura nacional, el aparato cultural socialdemócrata debió servirse, irónicamente, de las obras de sus antiguos adversarios en la Guerra Civil: Fallas, Dobles, Herrera García y, en menor medida, Gutiérrez. Desde luego, para hacer esto debieron realizar una lectura selectiva y cuidadosa, privilegiando algunas obras y dejando de lado muchas otras que ponían en entredicho sus preceptos o postulados.
Pues tal y como la literatura del período liberal expresa una ambivalencia básica hacia el progreso y la modernidad, algunas obras y pasajes de la generación del cuarenta –aunque adhirieran ideológicamente la Revolución y el marxismo– recrean en alguna medida y de formas diversas el mito de la excepcionalidad costarricense.
Solo muchos años más tarde el escritor Alberto Cañas –vinculado, como ya se dijo, al grupo socialdemócrata– conseguirá dar expresión literaria a esa visión de la historia del país, en su novela postrera titulada Los molinos de Dios (1992).
Lo que podemos llamar “el período socialdemócrata” de la historia del país se extiende aproximadamente de 1950 hasta 1980, cuando la crisis financiera internacional y las políticas de apertura y liberalización a que dio lugar, pusieron en entredicho y a la defensiva los postulados del “Estado de bienestar” costarricense. Dicha crisis, como sabemos , se prolonga hasta hoy. Además, la crisis del modelo socialdemócrata coincide con el triunfo de la Revolución Sandinista en Nicaragua y con el apogeo de la insurgencia revolucionaria en los otros países de la región centroamericana.
Autores representativos de este período son, entre otros, Carmen Naranjo (1931), Samuel Rovinsky (1932), Fernando Durán Ayanegui (1939), Virgilio Mora (1935) y José León Sánchez (1929). Mientras que Naranjo, Rovinsky y Durán Ayanegui están de una u otra forma vinculados ideológica y políticamente al régimen socialdemócrata, Virgilio Mora y José León Sánchez son radicalmente excéntricos y ajenos a él. También podemos ubicar aquí a la cuentista costarricense de origen chileno Miriam Bustos Arratia ().
En sus novelas Carmen Naranjo –también cuentista y poeta– reconstruye, mediante laberínticas introspecciones y recreaciones lingüísticas, el mundo de los burócratas y otros seres anodinos y desesperanzados que surgen de las entrañas de la nueva sociedad costarricense, cada vez más urbana, sometida ahora al bombardeo de poderosos y omnipresentes medios de comunicación masiva.
La vasta obra narrativa de Durán Ayanegui también comprende cuentos y novelas y resulta difícil de reseñar. Sin embargo, sobresale en ella una tendencia hacia lo fantástico y lo alegórico –lugares poco frecuentados en la literatura nacional. Por su parte, el escritor Samuel Rovinsky combinará en su trabajo la producción literaria –cuentos y novelas– y la producción dramatúrgica. En general, todos ellos centran su atención en el mundo urbano y de las clases medias, aunque la perspectiva y los énfasis sean diferentes.
Como han señalado con agudeza Margarita Rojas y Flora Ovares en diversos ensayos –entre ellos uno titulado Peregrinos y errabundos: la narrativa contemporánea en Costa Rica (1998)– “La narrativa de las décadas 1960 y 1970 se encierra en el espacio restringido representado en la casa, después de haberse abierto en la literatura anterior desde el Valle Central hacia la totalidad de la geografía nacional. (...) Entonces, integrada al contexto de la ciudad cada vez más despersonalizada y riesgosa, aparece la casa como último reducto del idilio. Pero este asilo también se ve amenazado por el paso del tiempo, por la historia. Ya no alberga relaciones armoniosas ni el cambio de las generaciones, sino el odio y el conflicto entre los miembros de la familia.”
Aunque de circulación limitada y poco visibles durante esas décadas, es, quizás, en las obras de José León Sánchez y de Virgilio Mora donde encontramos la literatura más interesante de ese período. José León Sánchez es un autor satanizado por haber sido vinculado, desde niño, con el robo del sagrario de la Virgen de los Ángeles –ícono religioso del país-, y por haber publicado en prisión su primera novela, en la que recrea su experiencia penitenciaria: La isla de los hombres solos (1963). Sánchez, además, es el único autor costarricense cuya literatura tiene un carácter decididamente popular –en el sentido de estar dirigida al gran público- y que cuenta con varios “best-sellers” de carácter internacional, sobre todo en México. Otra obra suya es Tenochtitlán, publicada en 1986, bastante antes del alboroto del Quinto Centenario, en la que recrea el derrumbe del Imperio Azteca desde la perspectiva de los campesinos y las mujeres del pueblo, y que también tuvo un considerable éxito de ventas a nivel internacional.
Por su parte, Virgilio Mora publicó en 1977 su novela Cachaza, que entonces pasó desapercibida pero que luego ha sido reivindicada por la crítica académica como un punto de inflexión en la historia literaria del país. En ella, el autor –quien es psiquiatra de profesión– reconstruye los horrores de la vida de los internos en el mayor hospital psiquiátrico del país.
Incómodos e inclasificables, estos dos autores fueron excluidos del “canon” y de diversas interpretaciones de la literatura nacional, y no es sino mucho después de haber sido publicadas, cuando sus obras comienzan a recibir la atención de críticos y académicos.
La literatura del Yo o de la subjetividad, que había iniciado con Yolanda Oreamuno y que encontró continuidad en la obra de Carmen Naranjo, tendría un momento de apogeo en la promoción subsiguiente, que comenzó a publicar sus obras en los años 70. Nombres significativos de dicha promoción son Gerardo César Hurtado(1949), Rafael Ángel Herra (1943), Quince Duncan (1940) y Alfonso Chase (1945). En mayor o menor medida, todos ellos están marcados por la cultura pop que hace eclosión en los años 60 y 70. Duncan es el primer narrador de origen afro-costarricense. En algunos de sus cuentos y ensayos recoge el legado de esa tradición, mientras que en otros se distancia de ella para abordar asuntos propios de la época o de su generación. Además de narrador, Chase es también un poeta notable. Su obra narrativa comprende cuentos y novelas; mientras que sus novelas tienen un carácter introspectivo y experimental –acorde con esto que hemos venido llamando la “literatura del Yo” – sus cuentos tienen un tono paródico y festivo y giran alrededor de nuevos grupos sociales que emergen en el paisaje urbano de las últimas décadas del siglo XX.
Gerardo César Hurtado es autor de numerosas novelas cerebrales y alambicadas, en donde la búsqueda y experimentación lingüística tienen un lugar preeminente.
Por su parte, Rafael Ángel Herra, aunque empieza a publicar sus obras más tarde que sus coetáneos, comparte con ellos cierta vocación experimental. Filósofo de profesión, sus libros ahondan en los problemas del discurso o bien plantean dilemas morales o filosóficos desde una perspectiva literaria.
Como puede apreciarse, la estética del realismo social que prevaleció a mediados del siglo XX quedó hace mucho atrás, pulverizada por esta narrativa que hemos denominado “del Yo” o de la “subjetividad”, que gana progresivamente espacio conforme el siglo se precipita hacia su fin.
A principios de la década de los ochenta comienzan a publicar sus trabajos una serie de autores –mujeres y hombres- entre los cuales me incluyo. Esta promoción publicará sus primeras obras en el contexto del fin de la Guerra Fría tras el colapso del bloque soviético. La globalización, las migraciones crecientes, la irrupción de las nuevas tecnologías de información y comunicación, la constitución de poderes paralelos como el narcotráfico y ascenso de la violencia civil, delinean el escenario social en el cual se desenvuelven.
Los primeros trabajos de esta promoción parecen estar en consonancia y dar continuidad a esto que hemos venido llamando “la literatura del Yo”. Tal es el caso de las obras de Oscar Álvarez Araya, de la primera novela de Carlos Cortés, o de la primera novela de Anacristina Rossi.
En el mismo ensayo de Margarita Rojas y Flora Ovares que citamos antes, ellas anotan que en los primeros trabajos de esta promoción “predominan los personajes derrotados, la violencia como forma fundamental de la relación social y la ausencia de salida antes los problemas vitales. A lo largo de sus páginas, deambulan individuos erráticos por un mundo al que no logran integrarse...”
Sin embargo, esta misma promoción se encargará de consumar la ruptura con la “literatura del Yo”. El primer camino para hacerlo, será una literatura que, en tono paródico o alegórico, desacraliza, cuestiona o se burla del mito de la excepcionalidad costarricense. Tal es el caso de las primeras novelas de Fernando Contreras Castro y de Rodolfo Arias Formoso. Sin embargo, la ruptura más profunda y consistente con la “Literatura del Yo” dominante en el período precedente, se consumará mediante la irrupción de una serie de novelas de carácter histórico. Pionera de ellas –y para mi gusto, insuperada en este campo-, es Asalto al Paraíso, de Tatiana Lobo, escritora costarricense de origen chileno nacida en 1939, quien por su edad podría vincularse más bien con la promoción precedente o incluso la anterior. A esta novela la seguirían otras de la misma autora y también de otras escritoras como Anacristina Rossi, con su saga histórico-política sobre el Caribe costarricense o, más recientemente, otras que abordan el conflicto de 1948, como es el caso de Hasta encontrarnos de nuevo (2008), de Sergio Muñoz Chacón. En general todas ellas –y otras a las que por motivos de tiempo no podemos referirnos aquí– vuelven a impugnar el mito de la excepcionalidad costarricense, sea ahondando en los intersticios y contradicciones de la sociedad colonial, como es el caso de Asalto al paraíso, sea haciendo algo parecido con el enclave bananero de Limón –como en Limón Blues de Rossi- o en un momento particular de la historia del país, como en la novela de Sergio Muñoz Chacón.
En conclusión y para ir cerrando: aunque el mito de la excepcionalidad no encuentra expresión cabal en los textos literarios, toda la literatura costarricense puede leerse como un vaivén o un combate dialéctico alrededor de dicho mito. Como anotara la historiadora del cine y la literatura María Lourdes Cortés en un ensayo publicado en 1999, “Podríamos atrevernos a decir, entonces, que toda la historia de la literatura nacional se mueve en esta tensión entre la creación y la creencia en un mundo idílico y feliz y su desmitificación.”
Los dos momentos centrales de creación o refundación de las instituciones políticas –el liberalismo de finales del XIX y la socialdemocracia de mediados del XX– se encargaron, ya de dar expresión literaria al mito –como lo hicieron algunos autores del período liberal en sus cuadros de costumbres y crónicas coloniales- o bien de construir un canon o un paradigma interpretativo en consonancia con dicho mito, como hicieron las instituciones culturales de la socialdemocracia –sirviéndose, para ironía del destino, de los textos de autores de filiación o inspiración marxista– durante los años 60 y 70 del siglo XX. Los autores que en los años 40 y 50 produjeron la gran narrativa agraria del país, jamás imaginaron que sus obras serían utilizadas para alimentar el mito de la excepcionalidad costarricense en su versión socialdemócrata. No sería hasta después, en las décadas de los ochenta y sobre todo de los noventa, cuando una nueva generación de escritores y escritoras impugnará con nuevos discursos, imágenes y argumentos, el conglomerado imaginario y simbólico de la excepcionalidad costarricense. Entre estas obras y autores, destaca un conjunto de novelas que reexaminan aspectos puntuales de la historia del país –como Asalto al Paraíso o Limón Blues o la más reciente Hasta encontrarnos de nuevo de Muñoz Chacón–, así como otras obras que, a partir de la historia inmediata, tienden puentes entre la violencia política en la Centroamérica insurgente de los años 70 y 80 y la situación del país –como Cruz de Olvido de Carlos Cortés, Los sonidos de la aurora de Carlos Morales o Los Ojos del Antifaz de Adriano Corrales– o bien otras obras que caricaturizando, parodiando o deformando la realidad, nos ofrecen imágenes alternativas a las del mito de la excepcionalidad –como lo hacen las novelas de Fernando Contreras, algunas de Rodrigo Soto y de otros autores como Dorelia Barahona–.
Alejándonos del terreno de la vida pública y los procesos sociales, vemos que el mito de la excepcionalidad también ha sido impugnado por el costado de la vida familiar, íntima o privada. Siguiendo los pasos de Yolanda Oreamuno, diversas autoras –y también algunos autores– han desnudado y denunciado en sus obras la violencia opresiva y las limitaciones de la familia patriarcal. Entre ellos podemos mencionar María la Noche, de Anacristina Rossi, El expediente de Linda Berrón, los cuentos de la escritora Miriam Bustos y también algunos cuentos de Rodrigo Soto. En años recientes, la eclosión de textos que exploran o reivindican prácticas o identidades sexuales alternativas –entre los que destacan José Ricardo Chávez, Uriel Quesada y Alexander Obando– también puede interpretarse en este sentido.
Inscrita la literatura, como está, en el campo de las representaciones y de los discursos, no es posible, en el caso de la literatura costarricense, entenderla sin hacer referencia a este mito fundante y fundamental de la identidad nacional: el mito de la excepcionalidad. La gran mayoría de la producción literaria del país, en sus escasos cien años y pico de historia, debe leerse como un gran despliegue discursivo contra-hegemónico.
“¿Qué es lo que quiere decir el escritor y para qué? ¿Para qué y para quién?”, se preguntaba María Zambrano en su hermoso ensayo ¿Para qué se escribe? Y ella misma responde: “Quiere decir el secreto; lo que no puede decirse con la voz por ser demasiado verdad; y las grandes verdades no suelen decirse hablando. (...) Pero esto que no puede decirse, es lo que se tiene que escribir.Descubrir el secreto y comunicarlo, son los dos acicates que mueven al escritor.” El gran secreto, lo que grita a voces la literatura costarricense, es la falsedad del mito de la excepcionalidad, piedra fundante y fundamental de la identidad de la nación. Quizás ello explique, al menos en parte, el carácter marginal de la literatura en la sociedad costarricense, y la distancia y la desconfianza recíprocas que, salvo en los momentos de fundación o refundación de las instituciones políticas, han primado en las relaciones entre la clase política y los literatos del país.
“La literatura costarricense, sea lo que sea, como lo comprendí en este largo nanosegundo que intento narrar, es una de las formas consumadas y esotéricas del troskismo: debe haber unas 200 personas en el mundo, si me pongo pesimista, o mucho menos, si me las tiro de optimista, que han oído hablar de ella, de los cuales quizá unas 10 ó 20 saben más o menos lo que es. Forman una especie de logia extraterrestre o de cospiración secreta y, para mi inmensa fortuna, ninguno de los 200 –vamos a llamarlos así, los 200– que saben distinguir a Carmen Lyra de Carmen Naranjo o a Joaquín Gutiérrez de Joaquín García Monge, estaba en la sala y por tanto (yo) gozaba de una libertad irrestricta o casi para imaginar lo que se me viniera en gana sin que nadie pudiera contradecirme con algún grado de autoridad...”
Tal vez Carlos estaría decepcionado –o contento, con él nunca se sabe– al descubrir que su secta trotskista de los 200 ha crecido o corre peligro de crecer, como lo demuestra la presencia de ustedes... Hasta aquí las semejanzas pues, desafortunadamente, mi posición no es tan cómoda como la de su personaje, puesto que sé con certeza que muchos de ustedes conocen obras y autores de mi país, y que su literatura no les es por completo ajena...
Pero bueno, aquí estoy y acepté con gusto la invitación que me extendió la profesora Maryse Renaud para compartir con ustedes mi visión sobre lo que ha sido y es la literatura costarricense...
Coincidirán conmigo en que no es posible o no tiene sentido hablar de literatura costarricense sin antes ponernos mínimamente de acuerdo sobre lo que es Costa Rica, y también quizás acerca de lo que es y no es la literatura...
Estoy seguro que todos y todas Uds. conocen datos y manejan información básica sobre mi país, más allá de la postal turística de los Parques Nacionales, las bellas playas o la ausencia de fuerzas armadas, características estas que, no por ser clichés, carecen de sustento.
En estos días descubrí con regocijo que el ancho de Costa Rica es similar al que hay entre el Golfo de Lyon en el Mediterráneo y el golfo de Gascogne en el Atlántico francés... De la misma forma como estos puntos marcan el sitio de mayor proximidad entre el Mediterráneo y el Atlántico, el istmo centroamericano, a la altura de Panamá y Costa Rica, marca el punto más cercano entre el océano Pacífico y el mar Caribe.
Pero estamos aquí para hablar de literatura y no de geografía. Sin embargo, repito, creo que no es posible ni tiene sentido hablar de literatura sin hacer referencia al contexto histórico, político, geográfico y social en el que esta se produce. Con esto no quiero adherir de manera absoluta una lectura sociohistórica de la producción literaria: creo que la literatura tiene su especificidad y es irreductible a cualquier otro saber o disciplina, como lo prueba el hecho de que Homero o Cervantes aún nos conmuevan, aunque sin duda el conocimiento del mundo helénico y del Siglo de Oro español nos ayudan a explicarlos y a entenderlos...
Volviendo a Costa Rica, muy a pesar de lo que piensan muchos costarricenses, me temo que es imposible hablar de ella sin ubicarla, a su vez, en el contexto hispanoamericano.
La América hispana, como ustedes saben, es el resultado de la primera aventura colonial europea, quizás la más brutal y la más sangrienta. No voy a redundar aquí con datos sobre la magnitud de la matanza que significó la conquista y colonización de América, pero en cambio sí quiero compartir con Uds. un aspecto menos conocido de la dinámica como los españoles llevaron adelante su empresa de conquista y colonización.
En su apasionante ensayo titulado La patria del criollo (1983), el sociólogo guatemalteco Severo Martínez Peláez explica que la inmensa mayoría de las expediciones de conquista que emprendieron los españoles en el Nuevo Mundo, se financiaba de manera privada pero se realizaban en nombre de la Corona. Es decir, algunos socios capitalistas financiaban la expedición y obtenían de la Corona la autorización para adentrarse en tales o cuales territorios. Naturalmente los capitalistas no lo hacían con otro afán que el de recuperar cuanto antes y con creces su inversión. Dicha recuperación del capital se realizaba mediante la explotación de una mano de obra que parecía ilimitada y sobre la cual no existían restricciones. De ahí los millones de seres humanos que sucumbieron al trabajo en las minas y en las plantaciones. Posteriormente, cuando el padre Las Casas aboga por la protección de los indígenas ante la Corona y, tras la famosa “Controversia” con Sepúlveda se promulgan las llamadas “Leyes Nuevas” (1542) –en las que se limita o se prohíbe la esclavitud de los indígenas americanos–, se sella la suerte de millones de africanos, que en los siglos subsiguientes serían reducidos a esclavitud y llevados a América, en esa operación que los franceses, siempre elegantes, denominan ascépticamente “el comercio triangular.”
Como resultado de todo lo anterior, la Hispanoamérica colonial se estructuró como una sociedad rigurosa y profundamente racista, en la que los emisarios y administradores del poder colonial español ocupaban el punto más alto y pequeño en la pirámide social, seguidos por los criollos –gentes de sangre europea nacida en América–, seguidos a su vez por los mestizos, y estos a su vez por los indígenas, mientras que los esclavos de origen africano ocupaban la base o el último peldaño de la pirámide social.
Como sabemos, el régimen colonial español se prolongó en América por más de tres siglos –lo que en la historia francesa corresponde del reinado de Luis XII a la segunda restauración borbónica– y esta ideología, este pensamiento profundamente racista, se decantó y asentó en la sociedad y en las mentalidades de los habitantes del Nuevo Mundo.
Durante todo el período colonial Costa Rica ocupó una posición marginal dentro del imperio español. Las mayores concentraciones de población indígena que había en el territorio fueron diezmadas y trasladadas para su explotación a otras latitudes donde existían minerales en abundancia, mientras que los indígenas de los bosques húmedos, cuya dispersión en la jungla es indispensable para su sobrevivencia, fueron reducidos con dificultad o se replegaron a las partes más altas de las montañas, imposibilitando en buena medida su explotación económica por los colonizadores.
Desde luego, la marginalidad y pobreza de la provincia de Costa Rica no implicaba ninguna excepcionalidad en lo que a la organización social se refiere, y las mismas características de segmentación social con base en el color de la piel y explotación de mano de obra gratuita o semi-gratuita que prevalecieron en toda la América hispana, fueron uno de los pilares de la economía y la sociedad costarricense durante aquellos siglos. Sin embargo, como veremos más adelante, la pobreza colonial de Costa Rica se convertiría, con el tiempo, en una de las bases o piedras fundantes del mito de la excepcionalidad alrededor del cual gira mi exposición.
Tras las invasiones napoleónicas y la desintegración del Imperio Español en las primeras décadas del siglo XIX, la independencia llegó a Centroamérica, y a Costa Rica en particular, como algo que nadie buscaba ni quería especialmente. El filósofo hispano-costarricense de origen griego Constantino Láscaris sugirió, en un interesante ensayo titulado Historia de las ideas en Centroamérica (1970), que las élites centroamericanas que a última hora adhirieron a la independencia buscaban independizarse no tanto de la España imperial como de la España reformista y democratizante de las Cortes de Cádiz, con el fin de no comprometer su posición ni arriesgar sus privilegios.
En cualquier caso, los habitantes de aquellos territorios marginales, dejados de la mano de Dios, dudaban mucho –y con sobrada razón, creo yo– de sus posibilidades de constituirse en repúblicas. Tanto es así que, durante cerca de dos décadas, las actuales naciones de Centroamérica oscilaron entre la voluntad republicana y el proyecto de constituir una Federación Centroamericana.
No fue hasta mediados del siglo XIX, cuando el cultivo y el comercio internacional del café se habían extendido en el Valle Central de Costa Rica –donde está situada la capital y las principales ciudades, y que históricamente ha sido el centro geográfico, económico y político del país–, cuando la nueva élite económica apostó definitivamente por la independencia republicana... Esto ocurrió a mediados del siglo XIX.
Sin embargo, habrían de transcurrir todavía algunas décadas para que el incipiente Estado pudiera dotarse de las instituciones, mitos, héroes, cultos y leyendas necesarios para alimentar el sentimiento de unidad y de comunidad nacionales.
Permítanme aquí hacer aquí un breve paréntesis de carácter filosófico-político. Creo que los filósofos franceses de la Ilustración que sentaron las bases de la ideología democrática y del republicanismo moderno, dieron siempre por sentado que las repúblicas democráticas o los estados modernos serían la expresión política de pueblos o comunidades histórico-culturales ya existentes y consolidadas. Desde luego, la República francesa es fruto de la violencia y la imposición que las monarquías habían ejercido durante siglos contra pueblos históricos que existieron en el territorio de lo que hoy es Francia, pero para Montesquieu y Rousseau el Estado francés sería la expresión política del pueblo francés, considerado ya como una entidad histórico cultural. Algo parecido podemos decir de Inglaterra, donde la insularidad propició el sentido de comunidad histórica. Y, en cuanto a los Estados Unidos, pues no hay ninguna duda de que la “democracia”, tal y como la entendían los padres de esa nación, excluía por completo a los indígenas americanos y, desde luego, a los esclavos negros.
Valga este paréntesis para ilustrar la dificultad que enfrentaron las élites políticas de la América hispana cuando debieron crear naciones ahí donde no había pueblos, en el sentido este de “comunidades histórico-culturales”, sino más bien los restos de un entramado colonial edificado sobre el racismo y la explotación multiseculares...
Las élites económicas, políticas e intelectuales que, hacia finales del siglo XIX, se dieron a la tarea de implantar el republicanismo democrático en los inmensos territorios del antiguo imperio español, tenían, básicamente, dos posibilidades para crear el sentimiento de comunidad: la primera era generarlo a partir de la referencia a un pasado común: somos los que fuimos... Creo que esto fue particularmente efectivo en aquellos países que gozaban de un pasado prehispánico grandioso como México, Guatemala, Bolivia o Perú. Desafortunadamente tal construcción identitaria a partir de un pasado prehispánico dejaba por fuera a inmensos sectores de la población, que por su origen o su mestizaje difícilmente podrían identificarse con él.
La otra posibilidad de crear el sentimiento de comunidad consistía en apelar, no a un pasado común, sino más bien a un futuro común: somos los que seremos... Este es el origen, en mi opinión, de todas las ideologías del mestizaje en la América hispana, del arielismo de Rodó a la raza cósmica de Vasconcelos... Al desplazar el eje de la identidad hacia el futuro, el potencial aglutinador de estos discursos parecía más democrático y abarcador, aunque también excluía y condenaba a los pueblos históricos que sobrevivían en los intersticios de las nacientes repúblicas hispanoamericanas...
Como veíamos, las últimas décadas del siglo XIX fueron decisivas para la vinculación de la economía costarricense con los mercados internacionales a partir del comercio del café. La edificación de los mitos, leyendas, símbolos e instituciones de la incipiente nación, estuvo a cargo de una élite de militares e intelectuales de inspiración liberal. El liberalismo americano, como Uds. saben, tiene un fuerte carácter anticlerical y solo cierta relación con el pensamiento ilustrado europeo, pues se inspira más bien en el utilitarismo y el positivismo anglosajón.
Es durante este período liberal, que abarca las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX (aproximadamente hasta la Primera Guerra Mundial) cuando se publican en Costa Rica los primeros textos propiamente literarios. Se trata de crónicas y cuadros de costumbres publicados sobre todo en diarios, en los que un grupo de intelectuales y escritores –varones todos ellos, desde luego– estrechamente vinculados con los políticos liberales que mencioné antes, miran con distancia irónica las costumbres populares, evocan con nostalgia un pasado heroico por su austeridad y pobreza o advierten y ejemplarizan sobre los riesgos y peligros del dinero y la modernidad.
Los ideólogos, intelectuales y escritores del liberalismo tuvieron a su cargo la tarea de delinear en forma literaria al mito de la excepcionalidad costarricense y constituyen los primeros “clásicos” de nuestra literatura. No obstante, no quiero decir que el mito de la excepcionalidad sea de su entera invención, sino más bien sugerir que les corresponde a ellos comenzar a dar forma y expresión literaria a una serie de imágenes, creencias y mixtificaciones que –lo propongo aquí como hipótesis– existían previamente en el imaginario de una parte de la población del país, y que luego serán sucesivamente recreados e impugnados por las siguientes generaciones de escritores e intelectuales.
El mito de la excepcionalidad es, pues, dinámico, se adecua y transforma a las diferentes épocas históricas y, como cualquier mito, debe tener cierto asidero en la realidad para ser verosímil y eficaz. Componentes principales del mito de la excepcionalidad costarricense son la creencia en un pasado idílico común, igualitario en la pobreza, democrático en la austeridad y el trabajo, así como también la uniformidad étnica o racial o –dicho más sencillamente- la “blancura” de la población. En la versión liberal y oligárquica del mito, los sujetos de ese pasado austero son criollos y españoles, hidalgos asentados en la más pobre y olvidada provincia del imperio español, mientras que en la posterior versión socialdemócrata del mito, los sujetos y protagonistas de ese pasado heroico son labriegos sencillos, campesinos que enfrentan con valentía y honestidad un medio hostil... Ya en 1939, la gran escritora Yolanda Oreamuno –a quien nos referiremos más adelante– hablaba con punzante ironía del "mito religioso de la tierra muy repartida, la casita pintada de blanco y azul y el pequeño propietario de chanchos y gallinas que lleva al cuello un pañuelo colorado". Además de estos componentes, el mito de la excepcionalidad comprende elementos relativos al carácter pacífico de la gente, a la estabilidad democrática del país y, más recientemente, a la riqueza ambiental y ecológica y a la belleza del territorio.
Estos rasgos o componentes identitarios de la sociedad costarricense surgieron en el decurso de los siglos de la dialéctica entre la mirada propia y la mirada de los otros –viajeros europeos y norteamericanos de paso por Centroamérica– así como también, desde luego, de la autoconciencia y de la interacción con gentes de las demás naciones centroamericanas. Asimismo –y esto lo aventuro también aquí como hipótesis– el mito de la excepcionalidad surge también como rasgo compensatorio de la insignificancia del país. Somos insignificantes pero excepcionales: somos la Suiza Centroamericana.
El apogeo del período liberal en Costa Rica coincide con el ascenso de los Estados Unidos como potencia mundial, tras la guerra hispano-norteamericana de 1898 y las sucesivas intervenciones militares estadounidenses en países de la región, particularmente en Nicaragua. Así, las élites liberales costarricenses quedaron atrapadas en una suerte de contradicción entre su adhesión al progreso, a la ciencia y a la modernidad –encarnada todavía en Europa pero cada vez más en los Estados Unidos-, y la conciencia de que el dinero y la modernidad son, a su vez, una amenaza para sus intereses, tradiciones y costumbres, pues como bien apuntaba Marx, en el capitalismo “todo lo sólido se desvanece en el aire...”
Es durante este período liberal cuando se desarrolla y consolida el enclave bananero en la costa caribeña de Costa Rica. De hecho, Costa Rica será la cuna de la luego omnipresente –en la región– y todopoderosa United Fruit Company, que, como sabemos, será tema y motivo central de la producción literaria de autores posteriores.
Algunos nombres imprescindibles del período liberal son los de Manuel González Zeledón (1864-1936), mejor conocido como MAGON, autor de cuadros de costumbres desbordantes de ironía y sarcamo, Aquileo J. Echeverría (1866-1909), poeta que en largos romances recrea e idealiza el carácter y el habla popular del “concho” o campesino del Valle Central, y Ricardo Fernández Guardia (1867-1950), cuentista, dramaturgo e historiador..., para mencionar solo algunos de los más representativos.
Por cierto que los autores de esta generación sostuvieron la primera –y una de las pocas– polémicas literarias que ha habido en el país, la cual sería conocida como la “polémica sobre el nacionalismo literario”, en la cual debatieron sobre la posibilidad de desarrollar una literatura a partir de temas y motivos nacionales, teniendo como modelo o paradigma la literatura europea.
Además de crónicas y cuadros de costumbres, estos autores también publicaron volúmenes de cuentos, novelas y escribieron numerosas obras de teatro que se llevaron a escena en las salas de la capital. Muchas de estas obras abordaban temas morales –especialmente relacionados con la sumisión de la mujer en el orden patriarcal, las amenazas y peligros de la sexualidad y otros temas similares–. Como señala con agudeza Alvaro Quesada Soto en su indispensable Breve historia de la literatura costarricense (2007), en los textos de los autores del liberalismo oligárquico “...la modernidad puede aparecer, por una parte, como signo de libertad y de progreso; pero también, por otra parte, como índice de la descomposición moral y social, de libertinaje o enajenación, como agente de ideas y costumbres exóticas que conducen a la pérdida de la identidad nacional.”
El período de oro del liberalismo costarricense termina abruptamente con la Primera Guerra Mundial, que trae como consecuencia inmediata el cierre de los mercados europeos para el café costarricense. La agonía del régimen liberal se prolongará durante varias décadas, y no será hasta los años 40 cuando comience a perfilarse –dolorosa y conflictivamente, como ocurre siempre con los partos de la historia– un nuevo modelo o régimen de convivencia nacional. En este contexto se genera un clima de inestabilidad política –golpes de estado y revueltas de diverso tipo– y surgen nuevos movimientos sociales y políticos para canalizar las inquietudes y demandas de los sectores marginados o subordinados de la población.
El nuevo clima que agita al país y todas estas inquietudes encontrarán también un correlato literario. En los años 20 surge un grupo de escritores e intelectuales que, bajo el liderazgo de Joaquín García Monge (1881-1958), conforman el llamado grupo Germinal. Además del propio García Monge –el célebre editor del Repertorio Americano, revista cultural de alcance e importancia continental durante la primera mitad del siglo XX–, encontramos a pensadores como Omar Dengo (1888-1928) y a escritoras como Isabel Carvajal (1888-1949) quien, bajo el seudónimo de Carmen Lyra, se constituiría en un clásico –pero un clásico infantil– de la literatura nacional, con sus célebres Cuentos de mi tía Panchita (1920), en los que recrea y adapta al habla popular costarricense cuentos de la tradición oral americana y europea.
Los intelectuales del grupo Germinal tienen una sensibilidad muy diferente a los del pensamiento liberal oligárquico. García Monge escribe algunas novelas de juventud en las que los protagonistas son seres humildes del campo o de la ciudad, precisamente aquellos que no tenían lugar ni voz propia en el discurso de los liberales, o que a lo sumo ingresaban en él vistos con condescendencia irónica. La mencionada Carmen Lyra es la autora de la primera novela costarricense sobre el tema del enclave bananero, titulada Bananos y hombres (1931). Además de ampliar la representación literaria de lo nacional más allá de los límites del Valle Central –a donde permanecía confinada– en esta novela y en otras de sus coetáneos irrumpen en calidad de protagonistas ya no los hidalgos coloniales ni los simpáticos campesinos de la literatura liberal, sino simples y explotados trabajadores agrícolas o seres desarraigados que llegan a la ciudad en busca de futuro.
Como bien decía el escritor japones Kenzaburo Oe, “la segunda tarea más importante de la literatura es construir mitos. Pero la primera, y más importante, es destruirlos.” Y eso es lo que los escritores costarricenses han hecho durante más de un siglo: impugnar el mito de la excepcionalidad –componente central de la identidad nacional– confrontándolo con la realidad de cada época histórica.
Casi al mismo tiempo que los autores e intelectuales del grupo Germinal, irrumpen en la escena literaria otros autores que, al igual que aquellos, publican sus obras en plena crisis y descomposición de la república liberal, durante las décadas de los años 30 y 40. Entre estos autores –para mencionar solo a algunos pocos, entre los narradores–, cabe destacar a José Marín Cañas (1904-1981), a Max Jiménez (1900-1947) y a Carlos Salazar Herrera (1906-1980). Marín Cañas y Jiménez son ante todo novelistas, en tanto que Salazar Herrera es un cuentista extraordinario –cuentista de un solo libro, sus Cuentos de Angustias y paisajes ()-, en donde nuevamente los personajes principales son campesinos explotados y desheredados, sometidos a la violencia y muchas veces a la locura. Sus trabajos siempre me han hecho recordar, por la belleza de sus imágenes y por su atención y celo paisajista, a los del gran cuentista uruguayo Horacio Quiroga.
Por otro lado, los novelistas Marín Cañas y Jiménez, si bien comparten con los autores del grupo Germinal una mirada profundamente crítica hacia su tiempo y hacia la sociedad costarricense, se distancian –estética e ideológicamente– de ellos: mientras García Monge y Carmen Lyra se acercan al naturalismo social y se vinculan en alguna medida con movimientos sociales y políticos emergentes, los dos últimos se acercan en sus obras a una estética expresionista –con imágenes exacerbadas y en ciertos casos tremebundistas- y evidencian un escepticismo sobre la condición humana del que carecen los primeros. Obras representativas de Marín Cañas son El infierno verde –que trata de la guerra paraguayo-boliviana del Chaco- (1935) y Pedro Arnáez (1942), y de Max Jiménez El domador de pulgas (1936) y El jaúl (1937).
Toda la década de los años 40 se caracteriza por una intensa conflictividad política. Una serie de reformas políticas y sociales impulsadas por el presidente de inspiración socialcristiana Rafael Ángel Calderón Guardia, desembocaron en una extraña alianza con el Partido Comunista y la Iglesia Católica. Todo este conflicto culminaría en la Guerra Civil o Revolución de 1948, como consecuencia de la cual el viejo orden liberal sería definitivamente barrido, y de donde emergería el Estado de Bienestar costarricense, también denominado Segunda República, de clara inspiración socialdemócrata o –quizás menos pretensiosamente– de inspiración roosveltiana o keynesiana.
En este ambiente social y políticamente agitado, comienzan a publicar sus libros una serie de autores que serán conocidos en la historiografía literaria del país como la generación del 40. A este grupo pertenecen Carlos Luis Fallas, CALUFA (1911-1966), Fabián Dobles (1918-1977), Adolfo Herrera García (1914-1975) y la ya mencionada Yolanda Oreamuno (1916-1956). A ellos se suma Joaquín Gutiérrez (1918-2000) –aunque publicó la mayoría de sus trabajos muy posteriormente– y yo añadiría también a Alberto Cañas (1920) y a Julieta Pinto (1922).
Podemos considerar a estos autores los “segundos clásicos” de nuestra literatura. Casi todos ellos centran su atención en la violencia y las contradicciones del mundo rural. Estéticamente, casi todos se acercan a una concepción “realista” de la literatura –podemos hablar sin temor de un realismo social y en muchos casos, tomando en cuenta la vocación militante de los textos, de un realismo socialista–. Como dijimos, el problema agrario es el tema central de muchas de sus obras –en particular en el caso de Fallas, de Herrera García y de Dobles-. Mientras que Fabián Dobles aborda en sus cuentos y novelas el problema de los campesinos sin tierra o acosados por los latifundistas, Carlos Luis Fallas es célebre por su obra Mamita Yunai (1941), que aborda con desgarradora belleza el mundo de los trabajadores bananeros. Fallas, trabajador bananero él mismo en una etapa de su vida, se convertiría en uno de los principales líderes del Partido Comunista Costarricense, y toda su obra fue escrita con expresa vocación militante. Sin embargo, releída en el contexto de la post-guerra fría, su obra se perfila como un extraordinario mosaico de la vida, los sueños, los trabajos y sufrimientos de las clases populares o –como suele decirse ahora- de los “sectores subordinados” de la sociedad, durante la primera mitad del siglo XX. El habla, los valores, los sueños, los anhelos –y desde luego, “los trabajos y los días”– de dichos sectores, aparecen dibujados en sus obras con diáfana belleza de zapatero y artesano.
Al igual que Fallas, Fabián Dobles también adoptó la militancia comunista y sufrió aislamiento y escarnio tras la derrota de su bando en la Guerra Civil de 1948. Joaquín Gutiérrez, por su parte, también adhirió la militancia comunista, pero estaba fuera del país para el momento de la Guerra Civil y vivió en Chile y en muchos lugares del mundo durante buena parte de su vida. La mayoría de sus obras están ambientadas en el entorno del enclave bananero, pero a diferencia de las de CALUFA, en donde los protagonistas son siempre trabajadores dotados de hermosa humanidad, en las de Gutiérrez los protagonistas son siempre pequeños burgueses de la ciudad extraviados en un entorno hostil y ajeno, que viven como algo amenazante el mundo obrero y la diferencia racial y cultural.
Yolanda Oreamuno es caso aparte en el contexto de su generación y, en algunos aspectos, en el contexto de la literatura costarricense. Autora de una única novela –La ruta de su evasión (1949)– centra su atención, no en los procesos sociales y en el mundo rural, sino más bien en los procesos mentales y emocionales de sus personajes. La acción de su novela está ambientada en una ciudad anónima –ciertamente, por su tamaño, no se trata de San José– y, valiéndose de procedimientos y discursos narrativos hasta entonces inéditos en la literatura del país, dibuja el mundo opresivo y oscuro de una familia típica –es decir, patriarcal– de las clases medias. Incomprendida, se exilió en Guatemala al abrigo de la “década democrática” (1944-1954), país del cual adoptó la nacionalidad y, tras la caída del gobierno de Jacobo Arbenz, terminó sus días en México, en donde escribiría algunos relatos de deslumbrante intensidad.
Yolanda Oreamuno abre el camino de lo que me gusta llamar la “literatura del Yo” en Costa Rica, es decir, la literatura que tiene por tema central no los grandes procesos sociales, sino más bien los procesos síquicos y emocionales de los personajes. En la “literatura del Yo” la distancia o el paradigma narrativo del realismo social se pulveriza, pues vemos el mundo “desde dentro” de los personajes. Volveré sobre este asunto más adelante.
A diferencia de los autores antes mencionados, los dos restantes miembros de la “Generación del 40” están más bien vinculados con el bando ganador de la Guerra Civil: el Partido Liberación Nacional, de inspiración socialdemócrata, como ya fue dicho.
Alberto Cañas es un autor que, en la mayoría de sus obras, centra su atención en la vida y milagros de pequeños seres de la ciudad o de los pueblos del interior del país. Su mirada irónica se parece mucho, muchísimo, a la mirada con la que los autores del liberalismo oligárquico se aproximaban a los campesinos. En su caso no puede hablarse de “costumbrismo” –ha pasado más de medio siglo– pero tiene en común con ellos su distanciamiento irónico.
Por su lado, Julieta Pinto es una autora muy tardía –publicaría su primera obra con más de cincuenta años de edad cumplidos– y en alguna de sus obras, aborda el tema de la Guerra Civil de 1948 desde una perspectiva muy similar a lo que terminaría siendo el “relato oficial” del bando ganador sobre aquellos hechos.
Tanto Carlos Cortés como Alvaro Quesada Soto, en las dos obras mencionadas y que en esta exposición sigo en muchos de sus extremos, han señalado la paradoja de que el naciente régimen “socialdemócrata” o la “Segunda República”, aun cuando disponía de una serie de intelectuales capaces de ofrecer una interpretación y una lectura del desarrollo histórico del país, carecía de escritores –autores de ficción– capaces de dar cuerpo a esa visión.
De esta forma, en el curso de las décadas siguientes –señaladamente los años 50 y 60– el aparato cultural del Estado –creado o fortalecido por el propio estado de inspiración socialdemócrata– se encargaría de generar una lectura, una interpretación de la literatura nacional para reafirmar y fortalecer sus tesis. Los ideólogos socialdemócratas habían acuñado la idea de la democracia rural como fundamento de la identidad y la nacionalidad costarricense. La democracia rural, como sospecharán Uds., no es otra cosa que una reinvención o una actualización del mito de la excepcionalidad costarricense.
Para construir su canon o paradigma de la literatura nacional, el aparato cultural socialdemócrata debió servirse, irónicamente, de las obras de sus antiguos adversarios en la Guerra Civil: Fallas, Dobles, Herrera García y, en menor medida, Gutiérrez. Desde luego, para hacer esto debieron realizar una lectura selectiva y cuidadosa, privilegiando algunas obras y dejando de lado muchas otras que ponían en entredicho sus preceptos o postulados.
Pues tal y como la literatura del período liberal expresa una ambivalencia básica hacia el progreso y la modernidad, algunas obras y pasajes de la generación del cuarenta –aunque adhirieran ideológicamente la Revolución y el marxismo– recrean en alguna medida y de formas diversas el mito de la excepcionalidad costarricense.
Solo muchos años más tarde el escritor Alberto Cañas –vinculado, como ya se dijo, al grupo socialdemócrata– conseguirá dar expresión literaria a esa visión de la historia del país, en su novela postrera titulada Los molinos de Dios (1992).
Lo que podemos llamar “el período socialdemócrata” de la historia del país se extiende aproximadamente de 1950 hasta 1980, cuando la crisis financiera internacional y las políticas de apertura y liberalización a que dio lugar, pusieron en entredicho y a la defensiva los postulados del “Estado de bienestar” costarricense. Dicha crisis, como sabemos , se prolonga hasta hoy. Además, la crisis del modelo socialdemócrata coincide con el triunfo de la Revolución Sandinista en Nicaragua y con el apogeo de la insurgencia revolucionaria en los otros países de la región centroamericana.
Autores representativos de este período son, entre otros, Carmen Naranjo (1931), Samuel Rovinsky (1932), Fernando Durán Ayanegui (1939), Virgilio Mora (1935) y José León Sánchez (1929). Mientras que Naranjo, Rovinsky y Durán Ayanegui están de una u otra forma vinculados ideológica y políticamente al régimen socialdemócrata, Virgilio Mora y José León Sánchez son radicalmente excéntricos y ajenos a él. También podemos ubicar aquí a la cuentista costarricense de origen chileno Miriam Bustos Arratia ().
En sus novelas Carmen Naranjo –también cuentista y poeta– reconstruye, mediante laberínticas introspecciones y recreaciones lingüísticas, el mundo de los burócratas y otros seres anodinos y desesperanzados que surgen de las entrañas de la nueva sociedad costarricense, cada vez más urbana, sometida ahora al bombardeo de poderosos y omnipresentes medios de comunicación masiva.
La vasta obra narrativa de Durán Ayanegui también comprende cuentos y novelas y resulta difícil de reseñar. Sin embargo, sobresale en ella una tendencia hacia lo fantástico y lo alegórico –lugares poco frecuentados en la literatura nacional. Por su parte, el escritor Samuel Rovinsky combinará en su trabajo la producción literaria –cuentos y novelas– y la producción dramatúrgica. En general, todos ellos centran su atención en el mundo urbano y de las clases medias, aunque la perspectiva y los énfasis sean diferentes.
Como han señalado con agudeza Margarita Rojas y Flora Ovares en diversos ensayos –entre ellos uno titulado Peregrinos y errabundos: la narrativa contemporánea en Costa Rica (1998)– “La narrativa de las décadas 1960 y 1970 se encierra en el espacio restringido representado en la casa, después de haberse abierto en la literatura anterior desde el Valle Central hacia la totalidad de la geografía nacional. (...) Entonces, integrada al contexto de la ciudad cada vez más despersonalizada y riesgosa, aparece la casa como último reducto del idilio. Pero este asilo también se ve amenazado por el paso del tiempo, por la historia. Ya no alberga relaciones armoniosas ni el cambio de las generaciones, sino el odio y el conflicto entre los miembros de la familia.”
Aunque de circulación limitada y poco visibles durante esas décadas, es, quizás, en las obras de José León Sánchez y de Virgilio Mora donde encontramos la literatura más interesante de ese período. José León Sánchez es un autor satanizado por haber sido vinculado, desde niño, con el robo del sagrario de la Virgen de los Ángeles –ícono religioso del país-, y por haber publicado en prisión su primera novela, en la que recrea su experiencia penitenciaria: La isla de los hombres solos (1963). Sánchez, además, es el único autor costarricense cuya literatura tiene un carácter decididamente popular –en el sentido de estar dirigida al gran público- y que cuenta con varios “best-sellers” de carácter internacional, sobre todo en México. Otra obra suya es Tenochtitlán, publicada en 1986, bastante antes del alboroto del Quinto Centenario, en la que recrea el derrumbe del Imperio Azteca desde la perspectiva de los campesinos y las mujeres del pueblo, y que también tuvo un considerable éxito de ventas a nivel internacional.
Por su parte, Virgilio Mora publicó en 1977 su novela Cachaza, que entonces pasó desapercibida pero que luego ha sido reivindicada por la crítica académica como un punto de inflexión en la historia literaria del país. En ella, el autor –quien es psiquiatra de profesión– reconstruye los horrores de la vida de los internos en el mayor hospital psiquiátrico del país.
Incómodos e inclasificables, estos dos autores fueron excluidos del “canon” y de diversas interpretaciones de la literatura nacional, y no es sino mucho después de haber sido publicadas, cuando sus obras comienzan a recibir la atención de críticos y académicos.
La literatura del Yo o de la subjetividad, que había iniciado con Yolanda Oreamuno y que encontró continuidad en la obra de Carmen Naranjo, tendría un momento de apogeo en la promoción subsiguiente, que comenzó a publicar sus obras en los años 70. Nombres significativos de dicha promoción son Gerardo César Hurtado(1949), Rafael Ángel Herra (1943), Quince Duncan (1940) y Alfonso Chase (1945). En mayor o menor medida, todos ellos están marcados por la cultura pop que hace eclosión en los años 60 y 70. Duncan es el primer narrador de origen afro-costarricense. En algunos de sus cuentos y ensayos recoge el legado de esa tradición, mientras que en otros se distancia de ella para abordar asuntos propios de la época o de su generación. Además de narrador, Chase es también un poeta notable. Su obra narrativa comprende cuentos y novelas; mientras que sus novelas tienen un carácter introspectivo y experimental –acorde con esto que hemos venido llamando la “literatura del Yo” – sus cuentos tienen un tono paródico y festivo y giran alrededor de nuevos grupos sociales que emergen en el paisaje urbano de las últimas décadas del siglo XX.
Gerardo César Hurtado es autor de numerosas novelas cerebrales y alambicadas, en donde la búsqueda y experimentación lingüística tienen un lugar preeminente.
Por su parte, Rafael Ángel Herra, aunque empieza a publicar sus obras más tarde que sus coetáneos, comparte con ellos cierta vocación experimental. Filósofo de profesión, sus libros ahondan en los problemas del discurso o bien plantean dilemas morales o filosóficos desde una perspectiva literaria.
Como puede apreciarse, la estética del realismo social que prevaleció a mediados del siglo XX quedó hace mucho atrás, pulverizada por esta narrativa que hemos denominado “del Yo” o de la “subjetividad”, que gana progresivamente espacio conforme el siglo se precipita hacia su fin.
A principios de la década de los ochenta comienzan a publicar sus trabajos una serie de autores –mujeres y hombres- entre los cuales me incluyo. Esta promoción publicará sus primeras obras en el contexto del fin de la Guerra Fría tras el colapso del bloque soviético. La globalización, las migraciones crecientes, la irrupción de las nuevas tecnologías de información y comunicación, la constitución de poderes paralelos como el narcotráfico y ascenso de la violencia civil, delinean el escenario social en el cual se desenvuelven.
Los primeros trabajos de esta promoción parecen estar en consonancia y dar continuidad a esto que hemos venido llamando “la literatura del Yo”. Tal es el caso de las obras de Oscar Álvarez Araya, de la primera novela de Carlos Cortés, o de la primera novela de Anacristina Rossi.
En el mismo ensayo de Margarita Rojas y Flora Ovares que citamos antes, ellas anotan que en los primeros trabajos de esta promoción “predominan los personajes derrotados, la violencia como forma fundamental de la relación social y la ausencia de salida antes los problemas vitales. A lo largo de sus páginas, deambulan individuos erráticos por un mundo al que no logran integrarse...”
Sin embargo, esta misma promoción se encargará de consumar la ruptura con la “literatura del Yo”. El primer camino para hacerlo, será una literatura que, en tono paródico o alegórico, desacraliza, cuestiona o se burla del mito de la excepcionalidad costarricense. Tal es el caso de las primeras novelas de Fernando Contreras Castro y de Rodolfo Arias Formoso. Sin embargo, la ruptura más profunda y consistente con la “Literatura del Yo” dominante en el período precedente, se consumará mediante la irrupción de una serie de novelas de carácter histórico. Pionera de ellas –y para mi gusto, insuperada en este campo-, es Asalto al Paraíso, de Tatiana Lobo, escritora costarricense de origen chileno nacida en 1939, quien por su edad podría vincularse más bien con la promoción precedente o incluso la anterior. A esta novela la seguirían otras de la misma autora y también de otras escritoras como Anacristina Rossi, con su saga histórico-política sobre el Caribe costarricense o, más recientemente, otras que abordan el conflicto de 1948, como es el caso de Hasta encontrarnos de nuevo (2008), de Sergio Muñoz Chacón. En general todas ellas –y otras a las que por motivos de tiempo no podemos referirnos aquí– vuelven a impugnar el mito de la excepcionalidad costarricense, sea ahondando en los intersticios y contradicciones de la sociedad colonial, como es el caso de Asalto al paraíso, sea haciendo algo parecido con el enclave bananero de Limón –como en Limón Blues de Rossi- o en un momento particular de la historia del país, como en la novela de Sergio Muñoz Chacón.
En conclusión y para ir cerrando: aunque el mito de la excepcionalidad no encuentra expresión cabal en los textos literarios, toda la literatura costarricense puede leerse como un vaivén o un combate dialéctico alrededor de dicho mito. Como anotara la historiadora del cine y la literatura María Lourdes Cortés en un ensayo publicado en 1999, “Podríamos atrevernos a decir, entonces, que toda la historia de la literatura nacional se mueve en esta tensión entre la creación y la creencia en un mundo idílico y feliz y su desmitificación.”
Los dos momentos centrales de creación o refundación de las instituciones políticas –el liberalismo de finales del XIX y la socialdemocracia de mediados del XX– se encargaron, ya de dar expresión literaria al mito –como lo hicieron algunos autores del período liberal en sus cuadros de costumbres y crónicas coloniales- o bien de construir un canon o un paradigma interpretativo en consonancia con dicho mito, como hicieron las instituciones culturales de la socialdemocracia –sirviéndose, para ironía del destino, de los textos de autores de filiación o inspiración marxista– durante los años 60 y 70 del siglo XX. Los autores que en los años 40 y 50 produjeron la gran narrativa agraria del país, jamás imaginaron que sus obras serían utilizadas para alimentar el mito de la excepcionalidad costarricense en su versión socialdemócrata. No sería hasta después, en las décadas de los ochenta y sobre todo de los noventa, cuando una nueva generación de escritores y escritoras impugnará con nuevos discursos, imágenes y argumentos, el conglomerado imaginario y simbólico de la excepcionalidad costarricense. Entre estas obras y autores, destaca un conjunto de novelas que reexaminan aspectos puntuales de la historia del país –como Asalto al Paraíso o Limón Blues o la más reciente Hasta encontrarnos de nuevo de Muñoz Chacón–, así como otras obras que, a partir de la historia inmediata, tienden puentes entre la violencia política en la Centroamérica insurgente de los años 70 y 80 y la situación del país –como Cruz de Olvido de Carlos Cortés, Los sonidos de la aurora de Carlos Morales o Los Ojos del Antifaz de Adriano Corrales– o bien otras obras que caricaturizando, parodiando o deformando la realidad, nos ofrecen imágenes alternativas a las del mito de la excepcionalidad –como lo hacen las novelas de Fernando Contreras, algunas de Rodrigo Soto y de otros autores como Dorelia Barahona–.
Alejándonos del terreno de la vida pública y los procesos sociales, vemos que el mito de la excepcionalidad también ha sido impugnado por el costado de la vida familiar, íntima o privada. Siguiendo los pasos de Yolanda Oreamuno, diversas autoras –y también algunos autores– han desnudado y denunciado en sus obras la violencia opresiva y las limitaciones de la familia patriarcal. Entre ellos podemos mencionar María la Noche, de Anacristina Rossi, El expediente de Linda Berrón, los cuentos de la escritora Miriam Bustos y también algunos cuentos de Rodrigo Soto. En años recientes, la eclosión de textos que exploran o reivindican prácticas o identidades sexuales alternativas –entre los que destacan José Ricardo Chávez, Uriel Quesada y Alexander Obando– también puede interpretarse en este sentido.
Inscrita la literatura, como está, en el campo de las representaciones y de los discursos, no es posible, en el caso de la literatura costarricense, entenderla sin hacer referencia a este mito fundante y fundamental de la identidad nacional: el mito de la excepcionalidad. La gran mayoría de la producción literaria del país, en sus escasos cien años y pico de historia, debe leerse como un gran despliegue discursivo contra-hegemónico.
“¿Qué es lo que quiere decir el escritor y para qué? ¿Para qué y para quién?”, se preguntaba María Zambrano en su hermoso ensayo ¿Para qué se escribe? Y ella misma responde: “Quiere decir el secreto; lo que no puede decirse con la voz por ser demasiado verdad; y las grandes verdades no suelen decirse hablando. (...) Pero esto que no puede decirse, es lo que se tiene que escribir.Descubrir el secreto y comunicarlo, son los dos acicates que mueven al escritor.” El gran secreto, lo que grita a voces la literatura costarricense, es la falsedad del mito de la excepcionalidad, piedra fundante y fundamental de la identidad de la nación. Quizás ello explique, al menos en parte, el carácter marginal de la literatura en la sociedad costarricense, y la distancia y la desconfianza recíprocas que, salvo en los momentos de fundación o refundación de las instituciones políticas, han primado en las relaciones entre la clase política y los literatos del país.
(1) En la Universidad de Poitiers, Francia, enero de 2009
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