Mi generación del "crack"
Comienzo confesando algo que no me enorgullece: rara vez leo novedades literarias, sobre todo sin son best-sellers y llegan precedidas por una estruendosa ofensiva mercodotécnica y publicitaria. Por lo general ello no es achacable a los autores, y soy el primero en reconocer que este prejuicio estuvo a punto de privarme de algunas lecturas que luego disfruté y se revelaron como importantes. En todo caso, los autores del llamado “crack” mexicano han sido víctimas de ese prejuicio, y aunque muchos amigos elogian algunos de sus libros, en mi caso aún no les llega su hora.
Todos sabemos que editores, críticos y vendedores de libros necesitan agrupar a los autores denominándolos con algún nombre atractivo y fácil de recordar. Así nacieron el boom primero, después el post-boom y ahora el crack. A diferencia de los autores del boom, que en común no tenían más que la calidad, la ambición y el ser originarios de Latinoamérica, los del llamado crack –Jorge Volpi (Ciudad de México, 1968), Vicente Herrasti (Ciudad de México, 1967), Pedro Ángel Palou (Puebla, México, 1966), Eloy Urroz (Nueva York, 1966), Ricardo Chávez Castañeda (Ciudad de México, 1961) e Ignacio Padilla (Ciudad de México, 1968)– suscribieron en 1996 un manifiesto literario, entre cuyos postulados reivindicaban su interés por la elaboración formal y el cuidado del lenguaje; denunciaban la entronización de una "la literatura de papilla-embauca-ingenuos, la novela cínicamente superficial y deshonesta"; mencionaban asimismo su deseo de entroncar con la tradición experimental y el riesgo estético de los autores del boom; su rechazo de la “literatura bananera” y su inclinación por temas –digamos– “universales” –filósóficos, éticos, históricos– apartándose de los asuntos puramente “locales” o “nacionales”, su búsqueda de lectores más cultos y exigentes y su admiración por la tradición novelística europea, entre otros. Por ello no sorprende que muchas de sus novelas se ambienten en Europa y aborden temas relacionados con episodios históricos de ese continente o con asuntos literarios y filosóficos tratados con frecuencia en aquellos pagos, y menos en estos (aunque dudo que Borges, Fuentes, Carpentier o Cortázar estarían de acuerdo en esto último.) En todo caso, estos son algunos principios enunciados por los autores del crack al momento de lanzar su manifiesto, cuando promediaban los treinta años, pues más recientemente Pedro Ángel Palou, por ejemplo, publicó una novela que aborda un tema tan nacional y popular como lo es el boxeo en México.
Salvo en algún punto, quizás demasiado altisonante, es difícil no estar en acuerdo con los principios que declararon los autores del crack en su manifiesto. Para hacerles justicia, habría que agregar aún que ellos aseguran haber surgido como contestación a un fenómeno literario-cultural propio de México, una tendencia a trivializar y vulgarizar la novela, aunque en ningún sitio he visto mencionados con nombres y apellidos a los exponentes de esa corriente. Es fácil adivinar en sus palabras un afán de escándalo y provocación semejante al que animó, en esos mismos años, a los antólogos de y a algunos antologados en McOndo.
Por proximidad cronológica y porque es casi imposible diferir de aquellos enunciados, podría afirmar que pertenezco a la generación del crack. Pero también, o ante todo, soy miembro de la generación del crack en un sentido diferente, pues en muchos países de Latinoamérica mi generación fue la primera en experimentar, y de la manera más devastadora, los efectos del crack, ese derivado de la cocaína que también llamamos piedra.
Digo esto sin asomo de ironía. Por el contrario, pretendo marcar con ello la única diferencia significativa que me aparta de los principios que defendieron los autores del crack en el manifiesto que operó como su acta de nacimiento: el alejamiento –o quizás incluso el desprecio– del espacio/tiempo local. Es verdad que en un mundo dominado por las migraciones masivas, las comunicaciones instantáneas, los viajes, la trasnacionalización de la economía –para mencionar solo algunas dimensiones obvias de nuestra época– “lo local” no puede entenderse como lo fue a inicios o a mediados del siglo XX, pero es verdad –sigue siendo verdad, no puede dejar de serlo– que los seres humanos estamos sembrados en la historia, y que nuestra experiencia, nuestra vivencia del ser, surge de ahí y está indisolublemente ligada a ella.
Así pues, solo hundiéndonos más y más profundamente en la historia –individual, familiar, local, nacional, regional, universal– es posible profundizar en esa recreación del viaje a lo desconocido del que somos parte, que a fin de cuentas es la literatura. Desde luego, este profundizar en la historia no implica desdeñar la imaginación y la fantasía sino servirse de ellas, pues como sabemos, imaginación y memoria son las alas con que las artes -y la literatura en particular- vuelan y al mismo tiempo se sumergen en lo humano.
Todos sabemos que editores, críticos y vendedores de libros necesitan agrupar a los autores denominándolos con algún nombre atractivo y fácil de recordar. Así nacieron el boom primero, después el post-boom y ahora el crack. A diferencia de los autores del boom, que en común no tenían más que la calidad, la ambición y el ser originarios de Latinoamérica, los del llamado crack –Jorge Volpi (Ciudad de México, 1968), Vicente Herrasti (Ciudad de México, 1967), Pedro Ángel Palou (Puebla, México, 1966), Eloy Urroz (Nueva York, 1966), Ricardo Chávez Castañeda (Ciudad de México, 1961) e Ignacio Padilla (Ciudad de México, 1968)– suscribieron en 1996 un manifiesto literario, entre cuyos postulados reivindicaban su interés por la elaboración formal y el cuidado del lenguaje; denunciaban la entronización de una "la literatura de papilla-embauca-ingenuos, la novela cínicamente superficial y deshonesta"; mencionaban asimismo su deseo de entroncar con la tradición experimental y el riesgo estético de los autores del boom; su rechazo de la “literatura bananera” y su inclinación por temas –digamos– “universales” –filósóficos, éticos, históricos– apartándose de los asuntos puramente “locales” o “nacionales”, su búsqueda de lectores más cultos y exigentes y su admiración por la tradición novelística europea, entre otros. Por ello no sorprende que muchas de sus novelas se ambienten en Europa y aborden temas relacionados con episodios históricos de ese continente o con asuntos literarios y filosóficos tratados con frecuencia en aquellos pagos, y menos en estos (aunque dudo que Borges, Fuentes, Carpentier o Cortázar estarían de acuerdo en esto último.) En todo caso, estos son algunos principios enunciados por los autores del crack al momento de lanzar su manifiesto, cuando promediaban los treinta años, pues más recientemente Pedro Ángel Palou, por ejemplo, publicó una novela que aborda un tema tan nacional y popular como lo es el boxeo en México.
Salvo en algún punto, quizás demasiado altisonante, es difícil no estar en acuerdo con los principios que declararon los autores del crack en su manifiesto. Para hacerles justicia, habría que agregar aún que ellos aseguran haber surgido como contestación a un fenómeno literario-cultural propio de México, una tendencia a trivializar y vulgarizar la novela, aunque en ningún sitio he visto mencionados con nombres y apellidos a los exponentes de esa corriente. Es fácil adivinar en sus palabras un afán de escándalo y provocación semejante al que animó, en esos mismos años, a los antólogos de y a algunos antologados en McOndo.
Por proximidad cronológica y porque es casi imposible diferir de aquellos enunciados, podría afirmar que pertenezco a la generación del crack. Pero también, o ante todo, soy miembro de la generación del crack en un sentido diferente, pues en muchos países de Latinoamérica mi generación fue la primera en experimentar, y de la manera más devastadora, los efectos del crack, ese derivado de la cocaína que también llamamos piedra.
Digo esto sin asomo de ironía. Por el contrario, pretendo marcar con ello la única diferencia significativa que me aparta de los principios que defendieron los autores del crack en el manifiesto que operó como su acta de nacimiento: el alejamiento –o quizás incluso el desprecio– del espacio/tiempo local. Es verdad que en un mundo dominado por las migraciones masivas, las comunicaciones instantáneas, los viajes, la trasnacionalización de la economía –para mencionar solo algunas dimensiones obvias de nuestra época– “lo local” no puede entenderse como lo fue a inicios o a mediados del siglo XX, pero es verdad –sigue siendo verdad, no puede dejar de serlo– que los seres humanos estamos sembrados en la historia, y que nuestra experiencia, nuestra vivencia del ser, surge de ahí y está indisolublemente ligada a ella.
Así pues, solo hundiéndonos más y más profundamente en la historia –individual, familiar, local, nacional, regional, universal– es posible profundizar en esa recreación del viaje a lo desconocido del que somos parte, que a fin de cuentas es la literatura. Desde luego, este profundizar en la historia no implica desdeñar la imaginación y la fantasía sino servirse de ellas, pues como sabemos, imaginación y memoria son las alas con que las artes -y la literatura en particular- vuelan y al mismo tiempo se sumergen en lo humano.
Un episodio de la historia europea puede ser tan revelador para nosotros como aquellos que tradicionalmente se relacionaban con “lo nacional” –y en ese sentido, ser legítimamente “nuestro”– pero no es menos cierto –y esto es lo que tal vez no consideraron en aquél momento los firmantes del manifiesto del crack–, que lo que ocurre aquí-y-ahora, puede ser asimismo revelador y significativo para lectores de cualquier latitud.
No se trata de reivindicar a la ligera “lo local” o “lo actual” como materia privilegiada para la investigación y el trabajo literarios, sino más bien de asumir que mi manera particular de relacionarme con el tiempo, los sentimientos, la materia, la historia, la muerte, la sociedad, etcétera, si asumida con honestidad y llevada hasta sus últimas consecuencias literarias y estéticas, puede tener la misma relevancia, belleza y validez que la de mis congéneres de cualquier momento.
Desde que el mundo es mundo los seres humanos nos preguntamos: “¿Quiénes somos?” Y la única respuesta que alcanzamos a darnos consiste en decir: “Somos aquellos que se preguntan quiénes somos.” Pero este preguntarnos y este responder tienen formas, acentos y sentidos particulares según nuestro lugar y nuestra época. La única forma de ser honestos –es decir, de ser profundos–, es hablar de aquellas que mejor conocemos.
No se trata de reivindicar a la ligera “lo local” o “lo actual” como materia privilegiada para la investigación y el trabajo literarios, sino más bien de asumir que mi manera particular de relacionarme con el tiempo, los sentimientos, la materia, la historia, la muerte, la sociedad, etcétera, si asumida con honestidad y llevada hasta sus últimas consecuencias literarias y estéticas, puede tener la misma relevancia, belleza y validez que la de mis congéneres de cualquier momento.
Desde que el mundo es mundo los seres humanos nos preguntamos: “¿Quiénes somos?” Y la única respuesta que alcanzamos a darnos consiste en decir: “Somos aquellos que se preguntan quiénes somos.” Pero este preguntarnos y este responder tienen formas, acentos y sentidos particulares según nuestro lugar y nuestra época. La única forma de ser honestos –es decir, de ser profundos–, es hablar de aquellas que mejor conocemos.
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