Todos queremos ganar
Por supuesto, todos queremos ganar. Quienes nos dedicamos a las artes y a estos menesteres cuya retribución no es precisamente económica, nos sentimos siempre merecedores de todos los reconocimientos y más. Y quizás los merezcamos. Quizás merecemos un reconocimiento por dedicarnos a quehaceres “inútiles” (aunque, por supuesto, hay que tener presente “la utilidad sutil de lo inútil” de la que hablaba Jolan Chang); merecemos un reconocimiento por atrevernos a desnudar nuestros temores, nuestras fantasías, nuestros sueños y nuestras perversiones, y por poner de manifiesto, de esta forma, que los seres humanos somos mucho más parecidos de lo que en principio estamos dispuestos a admitir, pues hay un limo, un fondo, un sustrato de sentimientos y de sensaciones comunes, y el trabajo de exhibirlo y devolvérselo a la sociedad, es valioso y meritorio.
Todos queremos ganar. Queremos un poco más de visibilidad, queremos tener la escucha y la atención de los demás. Queremos un poquito de fama –¿por qué no?– y, desde luego, queremos y necesitamos dinero, como cualquier mortal. Por eso todos queremos ganar un premio –cualquier premio, pero no hay muchos en nuestro país–, y sentimos que lo merecemos...
Yo he sido eterno candidato, nominado eterno a un Premio Nacional. (Obtuve uno con mi primer libro, hace más de 20 años, pero desde entonces ¡nada! ¡Qué barbaridad!) Y cada vez que publico un libro alguien me susurra al oído que mi nombre suena fuerte, que esta vez sí... A lo que respondo que no me interesan los reconocimientos oficiales, que los premios están desprestigiados, que se trata de un albur que no dice nada de la calidad de mi trabajo, pues son solo una expresión del gusto de los jurados, etc. Y luego, cuando los premios se fallan y compruebo una vez más que no he recibido nada, no dejo de sentir cierta frustración, no dejo de pensar que otra vez se ha cometido una injusticia contra mí, sin tomar en consideración los méritos de los libros premiados (por cierto, indiscutiblemente buenos este año...).
Y claro, se cometen injusticias, es verdad. Y me repito la lista que todos conocemos: ni a Borges ni a Virginia Woolf les concedieron nunca el Nobel, etc. Y para no ir más lejos, esa magnífica poeta que es Ana Istarú, jamás ha recibido un premio de poesía en este país. ¡Vergüenza!, me digo. Y por arte de magia me equiparo con Borges, con Virginia Woolf y con Ana Istarú, y soy uno más en la oprobiosa lista de las Grandes Injusticias de los Premios Literarios. Y eso, desde luego, significa un consuelo. “Ya vendrá la Posteridad a enmendar esta ignominia; así tendrán su merecido aquellos que hoy me ignoran y desprecian...”
Todos queremos ganar. Es natural. Es comprensible. Es humano. Y acaso todos lo merezcamos. Pero hay un problema: al distinguir una obra, de manera inevitable los premios crean la impresión de que las otras no son meritorias, y eso, desde luego, no es necesariamente así. Por otra parte –duele admitirlo-, tal vez no seamos tan geniales como suponemos, y los jurados, por cierto, también son humanos: tienen gustos, una visión de mundo, inclinaciones, intereses, relaciones, simpatías y antipatías, y todo lo demás.
Así, aunque me pese, debo admitir que el no me premien no obedece necesariamente a una perversidad ni a una conspiración en mi contra, como a veces me susurra al oído la vanidad herida. No: tal vez, simplemente, quienes debían decidir encontraron más meritorio otro trabajo. ¡Horror de horrores! ¿Habráse visto cosa igual?
Por eso, a estas alturas, solo queda decir: si los premios llegan, bienvenidos, pero de ninguna manera podemos permitir que secuestren nuestra imaginación, que se conviertan en un objetivo y nos desvíen de nuestro camino... La actitud ideal es la ataraxia estoica, una cierta impasibilidad ante el “éxito” y el “fracaso”, ante el reconocimiento y el desconocimiento entendidos en esos términos.
Desde luego, es más fácil decirlo que lograrlo. Por mi parte, espero que esta confesión sea al menos un comienzo: todos queremos ganar, es cierto.
Todos queremos ganar. Queremos un poco más de visibilidad, queremos tener la escucha y la atención de los demás. Queremos un poquito de fama –¿por qué no?– y, desde luego, queremos y necesitamos dinero, como cualquier mortal. Por eso todos queremos ganar un premio –cualquier premio, pero no hay muchos en nuestro país–, y sentimos que lo merecemos...
Yo he sido eterno candidato, nominado eterno a un Premio Nacional. (Obtuve uno con mi primer libro, hace más de 20 años, pero desde entonces ¡nada! ¡Qué barbaridad!) Y cada vez que publico un libro alguien me susurra al oído que mi nombre suena fuerte, que esta vez sí... A lo que respondo que no me interesan los reconocimientos oficiales, que los premios están desprestigiados, que se trata de un albur que no dice nada de la calidad de mi trabajo, pues son solo una expresión del gusto de los jurados, etc. Y luego, cuando los premios se fallan y compruebo una vez más que no he recibido nada, no dejo de sentir cierta frustración, no dejo de pensar que otra vez se ha cometido una injusticia contra mí, sin tomar en consideración los méritos de los libros premiados (por cierto, indiscutiblemente buenos este año...).
Y claro, se cometen injusticias, es verdad. Y me repito la lista que todos conocemos: ni a Borges ni a Virginia Woolf les concedieron nunca el Nobel, etc. Y para no ir más lejos, esa magnífica poeta que es Ana Istarú, jamás ha recibido un premio de poesía en este país. ¡Vergüenza!, me digo. Y por arte de magia me equiparo con Borges, con Virginia Woolf y con Ana Istarú, y soy uno más en la oprobiosa lista de las Grandes Injusticias de los Premios Literarios. Y eso, desde luego, significa un consuelo. “Ya vendrá la Posteridad a enmendar esta ignominia; así tendrán su merecido aquellos que hoy me ignoran y desprecian...”
Todos queremos ganar. Es natural. Es comprensible. Es humano. Y acaso todos lo merezcamos. Pero hay un problema: al distinguir una obra, de manera inevitable los premios crean la impresión de que las otras no son meritorias, y eso, desde luego, no es necesariamente así. Por otra parte –duele admitirlo-, tal vez no seamos tan geniales como suponemos, y los jurados, por cierto, también son humanos: tienen gustos, una visión de mundo, inclinaciones, intereses, relaciones, simpatías y antipatías, y todo lo demás.
Así, aunque me pese, debo admitir que el no me premien no obedece necesariamente a una perversidad ni a una conspiración en mi contra, como a veces me susurra al oído la vanidad herida. No: tal vez, simplemente, quienes debían decidir encontraron más meritorio otro trabajo. ¡Horror de horrores! ¿Habráse visto cosa igual?
Por eso, a estas alturas, solo queda decir: si los premios llegan, bienvenidos, pero de ninguna manera podemos permitir que secuestren nuestra imaginación, que se conviertan en un objetivo y nos desvíen de nuestro camino... La actitud ideal es la ataraxia estoica, una cierta impasibilidad ante el “éxito” y el “fracaso”, ante el reconocimiento y el desconocimiento entendidos en esos términos.
Desde luego, es más fácil decirlo que lograrlo. Por mi parte, espero que esta confesión sea al menos un comienzo: todos queremos ganar, es cierto.
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