Tenía tal vez 12 años y mi hermano mayor se encerraba en la sala de la casa con sus amigos para escuchar música a todo volumen. Eran los años 70, el apogeo de la “música progresiva”: Pink Floyd, Genesis, Emerson Lake and Palmer, Yes, Led Zeppelin. Como perros con el ulular de una sirena, los demás miembros de la familia nos metíamos bajo la cama, nos encerrábamos para no escuchar. La música de mi hermano era causa de conflictos familiares. Mi hermano era causa de conflictos familiares. Mi familia era causa de conflictos familiares.
A veces, cuando él no estaba en casa, yo me escabullía a la sala y ponía sus discos a escondidas. Otras veces, cuando él escuchaba música, yo merodeaba y, curioso pero a regañadientes, me dejaba envolver por ella. No sé si me gustaba. Me desconcertaba, no la entendía. Al mismo tiempo me sentía inevitablemente atraído por aquellos sonidos que, de una forma confusa, entendía que eran la música de la época.
Salvo Pink Floyd, cuya música seguí escuchando durante mi juventud y aprendí a apreciar, no volví a escuchar ninguno de aquellos discos, exceptuando la esporádica emisión de una canción de Led Zeppelin en la radio. (Generalmente “Escaleras al cielo”, claro está.) Durante muchos años mis gustos musicales se orientaron sobre todo hacia la clásica y el jazz, aunque siempre he escuchado todo.
De un tiempo para acá empecé a sentir el deseo de reencontrarme con aquella vieja música que nunca supe si llegó a gustarme. En especial tenía ganas de escuchar Led Zeppelin, ojalá su segundo disco, aquel de “Mucho, mucho amor.”
Por fin, hace pocas semanas, me hice con varios de sus discos y, desde entonces, los he estado escuchando con regularidad.
Desde luego, he quedado maravillado con su música, esa explosión energía, ingenio y creatividad. Su libertad insolente y al mismo tiempo rigurosa y experimental. Me alucina pensar que cuando grabaron esos discos eran chicos de veintipocos años. Su capacidad de crear diferentes texturas y atmósferas en una sola pieza; su apropiación del blues y otros ritmos norteamericanos que están a la base del rock. El cabrón de la batería, el Bonham ese… ¡Qué animal! Entiendo perfectamente que, tras su muerte, los demás se rehusaran a tocar sin él, pues su aporte al grupo es fundamental. Y Page y Plant, claro…
En fin, todo eso es verdad, pero no es esto de lo que quiero hablar.
Lo que me ha sorprendido -¡y maravillado!- es la sensación de regreso, de reencuentro, de retorno a algo íntimamente conocido que experimenté, que experimento cuando escucho a Led Zeppelin. Es como si su música siempre hubiera estado conmigo, como si nunca me hubiera abandonado (o yo no la hubiera abandonado). Tengo la impresión de conocer esa música –aún las canciones que no había escuchado- de una manera profunda y personal, como si me hablara en una clave íntima.
¿De dónde vienen estas sensaciones, estas emociones? ¿Del hecho de que Led Zeppelin me transporta directamente a la infancia? ¿El tiempo recobrado, entonces, o al menos acariciado? ¿O tan siquiera la ilusión de regresar?
No lo sé, no lo creo. Porque no es el niño de entonces quien los escucha, el que vuelve a escucharlos: es yo, soy ahora, desde la distancia de una vida. Es la vuelta de tuerca, el círculo que regresa pero en su trayecto ha conquistado un respiro, un ápice de libertad. El niño que no los entendía, que los temía, que no sabía si tenía derecho a gustar de esa música, quedó atrás. Gané la libertad para dejar que esa música me hablara como acaso lo hizo siempre aunque entonces no lo supiera o no lo pudiera aceptar.